Hay lugares que no están en el camino de nadie y, sin embargo, una vez que se llega, es como si siempre hubieran estado ahí. Así es el Vivero El Amanecer. No hay carteles luminosos ni grandes avenidas que lleven hasta él. Hay que querer ir. Y eso ya dice bastante.
Pablo cuenta que todo empezó con un cartel pintado en una lata verde que decía “se venden plantas”. Lo habían puesto en la entrada de su casa y detrás de ese cartel había diez, quince plantitas que su madre y su hermana cuidaban con gusto. De a poco, el vivero fue creciendo, como crecen las cosas que se riegan con paciencia y disfrute. Y un día, casi sin querer, se sumó el café.

Fue una conversación sencilla la que lo encendió todo: un cliente que no era fanático de las plantas pero acompañaba a su esposa cada Domingo, le dijo que si hubiera un café, vendrían todos los días. Y ahí empezó esa otra parte del proyecto, con una máquina de café y la misma filosofía de siempre: hacer lo que a uno le gusta, como a uno le gusta. “Si a mí no me gusta, no lo vendo”, dice Pablo, que habla del café como si fuera un ritual. Y sí, hay café y café. Ellos sirven el que toman en casa. El que disfrutan.
Este domingo, ese espacio que huele a tierra húmeda, a café bien hecho y a cosas recién horneadas, volvió a llenarse de personas. La excusa fue la tercera edición del Café Solidario a beneficio de Prodea. Entre plantas, tazas y ladridos a la distancia, se tejió una tarde cálida, no solo por el sol, sino por el motivo que convocaba.
La Dra. Ana Quintán, presidente de Prodea, llegó temprano. Tranquila, firme, como quien carga en la espalda no solo la historia de una organización, sino también la de cada perro que alguna vez fue abandonado y hoy encuentra un lugar para seguir viviendo.
Prodea nació hace más de 25 años gracias a un grupo de personas que quiso hacer algo por los animales que nadie quería ver. Con una donación de un terreno en calle Agraciada comenzó esta historia que hoy continúa cerca del Hipódromo, donde funciona el refugio actual. Ana nos cuenta que estos eventos son una forma de recordar que la organización existe.
Que está ahí. Y que necesita ayuda. Porque lo que hacen, dice, es también una tarea social. Una que muchas veces debería asumir la intendencia. Pero la asumen ellos, con trabajo, con pasión y con recursos limitados.
Hoy, Prodea alberga alrededor de 600 perros adultos y una cantidad fluctuante de cachorros. La mayoría llega en condiciones tristes, algunos enfermos, otros en estado de desnutrición, muchos recién nacidos junto a sus madres, abandonadas en la calle apenas se les nota la panza. Algunos llegan pariendo, literalmente. Como la última, que tuvo a sus crías dentro de la camioneta que la rescató.
El predio donde viven está dividido en caniles. Cada uno tiene un cuartito techado con piso, paredes y cielo raso, donde los perros pueden dormir protegidos. Y al frente, un patio con zonas de sombra y de sol, para que cada uno elija dónde estar. Se acomodan entre seis y ocho perros por canil, según el temperamento y las necesidades. No es un hogar, pero es un lugar seguro. Y eso, para muchos de ellos, ya es muchísimo.

Además del rescate y el cuidado diario, la organización también promueve la adopción responsable y busca constantemente formas de recaudar fondos para sostener el refugio. Una de esas formas es el plan de socios: cualquier persona puede colaborar desde $100 por mes. No hace falta ir hasta Prodea. Un cobrador va a la casa y cada aporte —por pequeño que parezca— ayuda a garantizar alimento, atención veterinaria y condiciones dignas para todos esos perros que ya no están solos.
La jornada fue intensa. Pablo no paró un segundo. Estuvo desde las dos y media de la tarde sirviendo café sin mirar hacia afuera.
Cuando por fin pudo levantar la vista, le contaron que había sido un éxito. Que no cabía un alfiler. Que la gente respondió. Y eso lo emocionó, porque —como dice él— a veces uno se queda con la idea de que la gente no se interesa, no colabora. Pero no es así. A veces solo hace falta mirar mejor.

Y quizás lo más lindo de estos encuentros es que no solo ayudan a visibilizar la labor de Prodea, sino que recuerdan que todavía existen espacios pensados para compartir sin prisa. Un vivero que empezó con un cartel en una lata. Un café que nació de una conversación. Un refugio que existe por obstinación y cariño. Y un domingo que olió a esperanza.