Por José L. Guarino
Romain Rolland nació en Clamecy, viejo pueblo de Borgoña el 29 de enero de 1866. Su infancia, llena de vastos sueños, estuvo acompañada de la música de Beethoven, que su madre interpretaba en el viejo piano familiar. Coincidencia providencial con su temperamento fuertemente sensible al arte musical. Terminado el aprendizaje que pudo realizar en su ciudad, la familia se trasladó a París, para que perfeccionara los estudios de música. Conoció a Paul Claudel en el «Lycée Louis le Grand» y a Charles Péguy en la Escuela Normal. Becado en Roma, pudo contemplar las ruinas del imperio, pero también el magnífico panorama de las colosales obras de arte diseminadas en templos y museos de Italia. Allí escribe su primer ciclo de seis dramas, que terminarán todos en las llamas. Pero adquiere una primera visión de lo que será su gran protagonista: Juan Cristóbal.
Regresado a París enseña Teoría Musical en la Escuela Normal, y luego en la Sorbona, después de presentar su tesis: «Los Orígenes del Teatro Lírico Moderno (Historia de la ópera de Europa antes de Lully y Scarlatti), que fue premiada por la Academia Francesa.
La experiencia vivida en Roma, le hace abrir los ojos sobre los acontecimientos históricos de su propio país, lo que le inspira una serie de dramas que glorifican la revolución francesa. Aparecen así: «El 14 de julio», «Danton», «El triunfo de la razón»,entre otros. El objetivo fundamental de Rolland es apartar al pueblo del teatro de bulevar, con sus escenas de alcoba, y permitirle contemplar lo grande. Pero, tanto estas piezas del Teatro de la Revolución, como las Tragedias de la Fe, con su hermosa estampa hagiográfica «San Luis», tienen poco éxito en una sociedad interesada por lo inmediato y lo insustancial.
Es la época en que saborea lo amargo de la indiferencia, y templa su voluntad para no ceder al desaliento. Aprende que la verdadera grandeza es la que se concibe en el dolor. Se inspira en los grandes genios que a través del sufrimiento y las contrariedades concretaron sus creaciones inmortales que los convirtieron en símbolos de la humanidad.
Abandona su cátedra, y en la soledad de su cuarto da rienda suelta a su creación más importante, dedicada a los héroes del dolor: «Beethoven», «Miguel Ángel», «Gandhi».
Solo lo ata a la sociedad «Les Cahiers de Quinzaine», revista que ha fundado con Péguy y André Suarés, en la que publica sin cobrar un solo céntimo.
Su «Beethoven» le permite navegar en los agitados mares interiores del famoso sordo, y cruzarse con figuras que formaron parte del Titán de la «Heroica». Recrear los encuentros y desencuentros con el otro grande contemporáneo: Goethe. Son Dyonisos y Apolo. Y entre las dos figuras épicas, la elegía de Bettina Brentano.
En su «Miguel Ángel», Rolland nos ofrece un vasto friso con las geniales creaciones del artista florentino, sus colosales esculturas, sus impresionantes pinturas, y la fuerza de su temperamento que, si bien orienta hacia la creación artística, no puede dominar en el trato con sus semejantes. Los estallidos de sus conflictos internos, dificulta su relación con otros artistas, y con quienes mantiene contrato de trabajos. A eso se suma la difícil comprensión del vulgo. El trabajo de Rolland aborda, además, uno de los aspectos menos conocidos del gran hombre del renacimiento: su obra poética, en la que descarga la amargura existencial, sus ansias de infinito, el dolor de sus fracasos amorosos, de su soledad, de su bondad herida por aquellos a quienes ama.
Emprende luego un ensayo biográfico sobre Tolstoi, a quien admira y con quien mantiene una vieja deuda. En efecto, en los días de su juventud de estudiante en París le escribe en un momento de angustia al viejo Tolstoi que era entonces uno de los hombres más importantes de Europa, y en una larga respuesta el autor de «Guerra y Paz» se esfuerza por convencerle que solo tiene valor aquello que se propone unir a los pueblos. La energía moral, la convicción llena de misticismo del gran novelista ruso fue una suprema lección que lo inspiró durante toda su vida. Por eso en plena conflagración mundial, desde su retiro en Suiza, Rolland lanza su famoso manifiesto «Au.dessus de la mèlée» (Por encima de la lucha), que levanta críticas en ambos bandos: sus amigos lo abandonan y sus compatriotas lo acusan de «germanófilo»; mientras los alemanes lo menosprecian por su severa interpelación a Hauptmann: «¿Sois nietos de Goethe o de Atila?». Y no contento con las dimensiones de su creación artística, pasa a la acción y ocupa un puesto en la Cruz Roja, desde donde escribe centenares de cartas a las familias afligidas. Cuando en 1915 se le concede el Premio Nóbel por su novela «Juan Cristóbal», dedica la totalidad del premio a obras de beneficencia.
Su tarea pacifista llevada a cabo en medio de la hostilidad de los intransigentes y el desinterés de los indiferentes, lo llena de admiración por alguien por quien siente afinidad y afecto: Gandhi, cuya semblanza biográfica también completa en 1926.
Pero su obra maestra es su novela-ensayo «Juan Cristóbal», dedicada «a las almas libres de todas las naciones, que sufren, que luchan, y que vencerán». Es la historia del músico Jean Cristophe Krafft, algo así como un Beethoven redivivo, tanto como la historia de una generación y el vaticinio de la unidad europea; obseso por la música, el protagonista Juan Cristóbal, hace de ella una fuerza que aúna nacionalidades y barreras y se funden en un majestuoso himno a la confraternidad entre los hombres. Obra de asunto vario, y de tonos diversos: cuadro de costumbres, idilio a orilla del Rin, epopeya. Esta variedad hace del estilo algo desigual, muy logrado algunas veces, atormentado y disperso otras. Pero lo fundamental es la convicción del protagonista -alter ego del propio narrador-, de convertir en belleza, a través de la música las contrariedades que sufre, la falta de reconocimiento, los sinsabores sentimentales, y de hacer de ella un lazo de unión entre los hombres y los países.
Exaltar a los grandes hombres, es una actitud que viene de la antigüedad. Así lo hizo en su tiempo el latino Cornelio Nepote en su ilustrativo y ameno libro «De viris ilustribus». El ideal que persigue Rolland en sus ensayos, dramas y en la novela citada, queda definido en su epílogo a su «Miguel Ángel»: «Las grandes almas son como las altas cimas… No pretendo que el común de los hombres pueda vivir en las cumbres. Pero que suban a ellas en peregrinaciones cada año una vez. Allí renovarán el aliento de sus pulmones y la sangre de sus venas. Allí, en lo alto, se encontrarán más cerca del Eterno. Luego descenderán a la planicie de la vida con el corazón templado para el cotidiano combate».
Romain Rolland murió en Véselay el 30 de diciembre de 1944. Una frase de su personaje Hugot, podría encerrar la definición de esa vida que se extinguía y que prolongaba como un llamado permanente a la humanidad: «Nuestra obligación más importante consiste en ser grandes, y cultivar la grandeza en el mundo».