Acostumbrado a exponer sus dibujos, acuarelas y óleos en la Forum Gallery, de Nueva York, David Levine vive preocupado por los deadlines que le impone The New York Review of Books, donde ha publicado sus magníficos dibujos durante cuarenta años. Si bien la casi exclusiva mayoría de los encargos han sido, y siguen siendo, personalidades literarias, musicales o de las artes plásticas, sus opiniones más fuertes (y memorables) han tenido como modelos a los políticos, en particular los presidentes de su país.
Ese detalle no lo singularizaría en un ámbito acostumbrado a dedicar diariamente espacios a caricaturistas políticos. Las diferencias que ha aportado Levine tienen que ver con sus dotes artísticas, la formación original —que lo llevó a estudiar incluso con el gran pintor alemán Hans Hoffman— y un ámbito familiar donde se sostenían ideas de izquierda.
Su puntería para expresar esas ideas sin palabras permanece en la memoria colectiva de varios millones de compatriotas, y de muchos admiradores extranjeros. Cuando Lyndon Johnson se sometió a una operación intestinal, mostró ante fotógrafos su abdomen tejano cruzado por una cicatriz. El dibujo de Levine fue lapidario: la herida era el mapa de Vietnam. Cuando se estrenó la primera versión de El Padrino, tampoco vaciló y osmotizó a Marlon Brando con el entonces presidente Richard Nixon.
Los años han pasado, se han acumulado distinciones —entre otras, es Caballero de la Legión de Honor en Francia— y a los 78 años David Levine sigue opinando como cuando lloró, siendo un niño, el avance de las tropas de Francisco Franco sobre los republicanos españoles. Pero ahora es testigo de censuras a sus dibujos tanto en la New York Review of Books como en The New Yorker. John Updike ha afirmado que «sus ojos han sido informados por una inteligencia que no entró en pánico». Otro intelectual sugiere que si fuese escritor, «sería Chejov».
El propio Levine no necesita adjetivos o comparaciones: «Soy un pintor sostenido por sus caricaturas», dice.
Murió el caricaturista David Levine
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