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sábado, 3 de mayo de 2025
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Lorena”, un cuento de Alberto Prósper

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Diario EL PUEBLO digital
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Se cumplirán en pocos días 6 años de la muerte de Alberto Prósper, joven salteño que no llegaba a los 40 años cuando falleció y era realmente una valiosa promesa literaria. En otras ocasiones, desde esta página lo hemos recordado con poemas de su autoría. Hoy queremos mostrar parte de su narrativa, a través de este cuento:

LORENA

-¿Y cuántas hectáreas son? – Tres mil.

Las copas viajaban en las bandejas de un lado al otro del despacho, ante las miradas inmóviles de los papas y santos que colgaban de las paredes. Los canapés y sándwiches poblaban las mesas de estilo barroco junto con los postres y masas de confitería.

A la vez que Beethoven deslizaba su novena sinfonía, los mayores reían y charlaban contándose las últimas novedades. Los niños correteaban y desaparecían en los diversos escondites que proponía la habitación haciendo caso omiso de los retos de sus madres. De vez en cuando el Obispo pedía la atención de los invitados para agradecer especialmente alguna generosa donación hecha por un fiel distinguido de la sociedad.

-¿Y por dónde es?

– En Río Negro.

En ese momento un hombre de estatura media, ojos de un azul profundo que caminaba con aire resuelto y la cabeza erguida se dirigió a nosotros diciendo:

-Disculpen señores, ando en busca del Obispo ¿Lo han visto por aquí?

Usaba un bigote rubio que comenzaba a blanquear en las puntas, al igual que sus patillas. Vestía un traje de diseño italiano, corbata y camisa de seda prendida en los puños con gemelos de oro.

-Sí -respondió mi compañero señalando- ha entrado en aquella habitación con dos señores hace cuestión de cinco minutos y no ha vuelto a salir.

-Seguramente estará ocupado en alguna colaboración,¡pero que torpeza!, mi nombre es Juan Hernández- dijo, extendiendo la diestra a mi amigo.

-Seba…

La bandeja sonó como un gong cuando se encontró con el piso y las copas se convirtieron en una lluvia de cristales derramando su contenido en el pantalón de mi amigo. El mozo se apresuró a juntar la bandeja pidiendo mil perdones, a la vez que la madre, furiosa, se llevaba arrastrando al niño causante del desastre.

-Voy a tener que irme, ¡mirá como quedé!, estoy hecho un asco; no te molestes en acompañarme tengo el coche enfrente- me dijo-, un gusto señor Hernández estrechándole la mano -aunque hubiese preferido que no hubieran existido estos acontecimientos.

-Lo mismo digo- respondió.

Estaba pensando en lo que había ocurrido cuando Hernández me preguntó:

-¿A qué se dedica?

– Al campo- le respondí.

-El campo…Me trae malos recuerdos ¿sabe?, pasó cuando uno no reconoce más Dios que a uno mismo, mi padre decidió que mientras estaba de vacaciones debía trabajar. Así que me mandó a la estancia de uno de sus hermanos, ordenándome que obedeciera en todo a mi tío, que el trabajo de la tierra honra al hombre y agregó por otra parte, que no esperara recibir paga alguna más que la comida, el techo donde dormir y la satisfacción de ser alguien que produce.

-¿Y qué le pasó allá que no le gusta recordar el campo?

Pues verá, mi tío era un viejo duro, me hacía levantar a eso de las cuatro de la mañana a ordeñar y hacer el churrasco para la peonada. Recuerdo la cosecha de la miel en pleno verano y con un calor que parecía salir de adentro de las piedras, tenía que centrifugar los cuadros, metido en un galponcito rojo de lata, mientras las abejas volaban alrededor y me picaban.

-No sólo eso se hace en el campo, la cosecha del trigo, por ejemplo, es un lindo trabajo- dije. -En lo que a mí respecta, no, eso de estar hasta las diez de la noche en la chacra, recogiendo las bolsas de setenta kilos que dejó la trilladora, para cargarlas arriba de la zorra a hombro no más, muchas gracias, paso.

-Pero algo bueno habrá rescatado.

-Sí, así es, la estancia donde yo trabajaba estaba a una legua del pueblo Oibmac donde cono… -¿El pueblo indio? ¿Ése que queda por la zona de tres bocas, cerca del río Daymán?

-Ése, aunque de los indios ya sólo queda el recuerdo en los libros de Reyes Abadie. Como le decía, conocí a un joven cura, que se afanaba por inculcar el cristianismo en los habitantes de la zona. Estaba en la tarea de plantar unos tomates en la quinta, cuando mi tío me mandó llamar, me presentó al cura y me dijo que me quería hablar.

-¿Desea una copa? dijo el mozo

-Si, gracias -respondió mi interlocutor a la vez que tomaba una y continuó-

Hablaba de forma enérgica, como decidido a que sus sueños se cumplieran, me invitó a que los domingos fuera hasta el pueblo a misa y a trabajar para que todos los niños de allí fueran bautizados y sus padres conocieran la palabra de Dios.

-¿Y usted qué hizo?-pregunté-

-Pues verá, yo no creía en todo aquello de que Dios nos había creado ni nada de eso, pero como esto me iba a sacar por algunas horas del campo, acepté.

-¿Y?

-El domingo estuve, impecablemente vestido enfrente al cura que daba la misa, con la mejor cara de serio que tenía, asintiendo de vez en cuando con la cabeza, pero con la vista bien fija en los dorados cabellos de la muchacha que estaba delante de mí.

-¿Quién era?

-Era hija de un vecino del pueblo -respondió- Al finalizar la misa fui presentado a ella, me explicaron que era quien se encargaba de enseñar a leer ya que era la única en el pueblo que sabía y me dijo el cura que, de ahora adelante, la ayudaría en esa tarea ya que poseía un conocimiento más avanzado que el de ella. Todos los sábados y los domingos después de misa, nos encontrábamos en la capilla donde los niños concurrían a clase, así fue como me fui acercando a ella y a las sagradas escrituras. Su nombre era Lorena y me decía que quería ser maestra de escuela, yo hablaba mucho de otras cosas, de la vida en la ciudad, pero ella siempre me reprendía y me explicaba el contenido de los evangelios.

Los nubarrones acerados se agolpan en la ventana y las rejas tratan de frenar el viento exterior, mientras aquí, las bandejas siguen bailando al mismo compás que el viento.

-Me enamoré perdidamente, las horas en el campo se me hacían insoportables al pensar si estaba recogiendo flores, leyendo algún poema de amor o simplemente dándole la leche a un cordero guacho. Solo pensaba en el próximo sábado.

-¿Ella lo sabía?- pregunté-

-Se lo dije mientras leíamos el Cantar de los Cantares: «Como yegua uncida al carro del faraón, así eres a mis ojos, amada mía…”.

-¿Qué le respondió?

-Adelantó unas páginas y leyó: «¡La voz de mi amado! Miren cómo viene saltando por los montes, brincando por los cerros, mi amado…”.

-¿Qué hizo luego de semejante declaración?

-Se acercaba la noche y con ella el cura, así que la invité para que al otro día nos encontráramos en el monte de eucaliptos cerca del arroyo, a la hora de la siesta.

Mientras el sol agonizaba en el horizonte, tomé unos cueros del galpón y me dirigí al monte para tener todo preparado. Elegí un lugar sin raíces ni piedras, puse una botella en el arroyo

para soportar el calor que sin dudas haría al otro día y volví a la estancia disfrutando por adelantado lo que viviría. Siendo bastante indiscreto y sin poder contener mi ansiedad pregunté:

-¿Logró sellar su amor con el de ella?

-Esa noche antes de la cena- continuó-; estaba tomando unos mates como de costumbre, con la peonada, cuando mi tío me dijo que aprontara mis cosas, que me iba para la ciudad.

-¿Se había enterado de lo que usted se proponía?

-No. Me dijo que mi padre me había mandado llamar, que mi madre estaba muy enferma y necesitaba que la cuidara. Así es que me fui sin despedirme de Lorena, pensando en la desgracia de mi vida sin ella y en la pobre salud de mi madre.

-¿De qué estaba enferma?- pregunté.

-Tenía un tumor que le devoraba lenta e inexorablemente las células de su vientre. Tres años estuve junto a su agonía y mi impotencia para hacer algo que la salvara.

-¿Nunca volvió al pueblo, a ver a Lorena?

-Dos años después del fallecimiento volví a buscarla, nadie sabía nada de ella, sólo que se había ido de casa, con un bolso de mano, a la hora del mediodía, al poco tiempo del que me fui.

-Buenas tardes -dijo el Obispo.

-Buenas tardes señor Obispo -respondí.

-Buenas tardes, Juan -dijo el Obispo.

-Buenas tardes, ¿Cómo te va? -dijo Hernández-

-Bien- respondió el Obispo-

-¿Has sabido de Lorena?- preguntó Hernández.

-¿Nos disculpa?-me dijo el Obispo-

Asentí con la cabeza y me dirigí a una mesa, tomé una copa y mientras la bebía pensé que ya era hora de irme, así que fui hasta el perchero, tomé la gabardina y salí al porche. El viento me abrazó como un hambriento pidiendo comida, levanté la cabeza para ver dónde había dejado el auto, cuando vi a una muchacha que cruzaba corriendo la plaza protegiéndose la cabeza de la lluvia con una mochila y no pude evitar pensar que era Lorena y que así estuvo obligada a andar en este mundo. Corrí hacia mi auto y me zambullí adentro, lo encendí poniéndolo en primera marcha y miro hacia el espejo retrovisor para salir, pero el crucifijo que cuelga de él se adueña de mi mirada, pongo la luz de giro y acelero el coche a fondo, para que la lluvia me trague con los demás autos.

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