Hay algo profundamente mágico —y casi inexplicable— en saber que no estamos solos ni solas. Que en otro rincón del mundo, en una plaza o en la cama antes de dormir, hay alguien más que también se detiene en la misma frase, en el mismo subrayado, en la misma emoción. Leer es eso: una complicidad silenciosa entre extraños.
Leer es un acto íntimo, sí. Pero también es uno profundamente colectivo. Es habitar la cabeza de otros, meterse en vidas que no son nuestras, caminar con zapatos ajenos, llorar con historias que jamás vivimos y enamorarnos de personajes que ni siquiera existen. Es un modo de estar en el mundo… o de escaparse de él, según el día.
Cada persona lectora tiene sus rituales. Están quienes subrayan, quienes doblan esquinas con total impunidad (que los dioses de las bibliotecas les perdonen), quienes leen en el bondi, en la cola del súper, mientras se cocina la cena. Hay quienes leen de a ratitos y quienes se clavan 300 páginas sin pestañear. Cada quien a su ritmo, cada quien a su locura. Porque leer también es una forma de locura hermosa, una forma de fe: abrir un libro es confiar en que ahí adentro va a pasar algo.
Leer, además, no engorda —aunque puede hincharte el corazón de emoción o hacerte atragantar con una lágrima. Leer no te cobra suscripciones, no necesita señal, no exige actualizaciones. Solo te pide tiempo. Y te da, a cambio, una forma distinta de mirar el mundo.
Hoy celebramos a esa banda lectora que lleva libros en la cartera aunque no entren. A los que siempre tienen una página más antes de dormir (que después son 50, pero bueno… ya fue). A quienes van por la vida con un título en la cabeza, con frases que los habitan y personajes que no se quieren ir.
Feliz día, lectoras y lectores. En un mundo que va tan rápido, ustedes siguen eligiendo la pausa. Y eso, sinceramente, es revolucionario
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