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sábado, 7 de junio de 2025
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Las fuerzas de la guerra.

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Diario EL PUEBLO digital
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cartapacio_logoA los treinta y dos minutos del partido entre Colombia y Estados Unidos de Norteamérica en el Campeonato Mundial de 1994, el  puntero John Harkes  recibió un pase en mitad de la cancha y avanzó en carrera por el lado izquierdo hacia el área rival. La defensa colombiana  retrocedió armada, aunque dejó un flanco libre por donde el atacante aceleró la corrida con el balón a los pies. Antes de entrar al área,  Harkes vio que del otro lado avanzaba veloz y sin marca uno de sus compañeros. Intentó colocar un pase desde la izquierda a la derecha, a ras del piso, a lo largo del corredor vacío formado entre el marcador Andrés Escobar y el guardameta René Higuita. Este último, al tener  una panorámica de la jugada al frente, comenzó a moverse hacia su izquierda mientras  el balón rodaba en busca del atacante que ya entraba a la espalda del defensa. Al ver la proyección del pase, Escobar giró con acierto hacia atrás y se tiró al piso con su pierna derecha adelantada para interceptar el trayecto de la pelota. Le pegó con la cara interna del pie y, para su desdicha, la colocó en el palo opuesto al que se había corrido el guardameta.
Un rato antes, un defensa del equipo norteamericano en medio de un tumulto había querido sacar el balón hacia el lateral y lo rebotó en el palo del arco. El partido finalizó 2 a 1 a favor de Estados Unidos y dejó a Colombia afuera del Campeonato Mundial.
– Andrés, nos haz clavado un cuchillo- dijo un locutor deportivo al terminar la transmisión.
De regreso al país, los jugadores de la selección tomaron vacaciones. Andrés Escobar, apodado El Caballero por su corrección, quedó en Medellín, su ciudad natal. La noche del 1 de julio fue a la discoteca El Indio acompañado de una mujer y una pareja de amigos. Desde temprano tuvo que soportar las provocaciones de tres hombres que lo reconocieron. Escobar se mantuvo sereno, trato de ignorarlos, pero cuando se retiraron del local a la madrugada los insultos continuaron y el futbolista enfrentó a los hombres en el estacionamiento de coches. La discusión  subió de tono hasta que uno de los provocadores, Humberto Muñoz Castro, sacó un revolver calibre 38 y, al tiempo de gritar varias veces «gracias por el autogol», disparó seis tiros a la espalda de Escobar quien murió mientras era conducido a un hospital. Tenía 27 años.
El asesino huyó con sus dos cómplices, aunque pocas horas después los tres fueron apresados. Se trataba de los hermanos Pedro David y Juan Santiago Gallón y de su guardaespaldas y chofer Humberto Muñoz Castro.
Las investigaciones vincularon enseguida el asesinato con las mafias dedicadas a las apuestas deportivas, al narcotráfico, a los grupos paramilitares con quienes los implicados tenían relación.
El asesino, por su parte, se declaró inocente y como coartada argumentó que le habían robado el vehículo que apareció en el estacionamiento de la discoteca. Ante las evidencias, admitió haber disparado, aunque sin saber a quién mataba. Lo sentenciaron a cuarenta y tres años de prisión, pero salió de la cárcel en el 2005, a pesar de las fuertes críticas a la decisión judicial. También se cuestionó la forma en que se realizó el juicio donde no tuvo relevancia el testigo clave, la persona que acompañaba a Escobar la noche del asesinato, y donde «una fiscal no puso el caso en conocimiento de las autoridades porque su hija y el novio de ésta hacían parte del grupo que durante la tarde y la noche estuvo burlándose de Andrés Escobar»
Pasado el estupor inicial, los análisis sobre el caso subrayaron el contexto de un país asaltado por la violencia, el narcotráfico, la guerra, la muerte, pero hasta hoy no  se logró aclarar si hubo una decisión articulada de matar al futbolista. Tal vez nunca se sepa  porque, de varias formas, todos lo decidieron.
El asesino fue quien apretó seis veces el gatillo, pero a ello contribuyeron las mezquindades que sólo vieron beneficios económicos en el fútbol, la inocencia que apostó el alma a un partido, la ignorancia que quitó la posibilidad de entender la simbología del Juego. Y el poder de un micrófono, como el del temerario relator que acusó a Escobar de haber apuñalado la alegría de la gente.
A esto se refirió la profesora María Teresa Uribe, en oportunidad de presentar en Medellín el libro «Andres Escobar: la sonrisa que partió a la madrugada», cuando sostuvo que algunos medios de comunicación «crearon el clima para la pasión total. Las palabras, las metáforas, también se convierten en armas de guerra».
Otro libro de reciente publicación vuelve sobre el tema: «Autogol», una novela de Ricardo Silva  Romero. Según el escritor, el personaje central de la obra es un locutor de fútbol que se queda sin voz ante la falla de Escobar y a partir de entonces decide matarlo. La historia está contada sobre el telón de fondo del narcotráfico. El autor y los comentarios de prensa insisten en remarcar el contexto de la tragedia: guerra interna, narcotraficantes dueños de clubes de fútbol, organizaciones mafiosas que dirigen las hinchadas. En este caso se concibe la violencia en el deporte como resultado de un país en guerra. Sin embargo, hay hechos tan dolorosos como el de Escobar que ocurrieron en lugares con índices de violencia que están por debajo de los registrados en Colombia. Alcanza con recordar el asesinato de  Héctor Da Cunha cuya fotografía pegaron durante mucho en el interior de los ómnibus sus compañeros de trabajo de la cooperativa Coetc de Montevideo.
A Da Cunha lo apuñalaron a la salida del partido entre Cerro y Peñarol, a varias cuadras del Estadio Centenario, mientras  esperaba el ómnibus junto a la esposa y al hijo de doce años. La agresión fue tan brutal  que los médicos no pudieron extraerle ningún órgano para el banco de trasplantes, todos habían sido atravesados por el cuchillo asesino.
Los dos hechos referidos aquí parecen diferentes, sin embargo en ambos actuó el mismo impulso, la misma fuerza. Las seis balas que mataron por la espalda a Andrés Escobar y las puñaladas que quitaron la vida a Héctor Da Cunha, fueron empujadas por la oscura, ciega fuerza que nos habita, la que hace la guerra, la que despierta el miedo que provoca las guerras, la que a veces no distingue que el Juego, en este caso el fútbol, reproduce con códigos diferentes los avatares de la batalla.

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