Sociólogo Bernabé «Jimmy» Pagani:
Sociólogo y docente, Bernabé Nicolás Pagani Ballista («Jimmy»), es profesor de Sociología de la Educación en el CERP. Suele utilizar una famosa frase del poeta Rilke: «la verdadera patria del hombre es su infancia». Entonces, justamente en ese tema, encontramos un buen camino para transitar esta conversación.
Háblenos de sus primeros años de vida.
Nací en el Sanatorio Uruguay el 13 de setiembre de 1962. Soy de virgo y bastante virginiano en virtudes y defectos. Soy afortunado de poder vivir aún en el barrio en el que di mis primeros pasos. Tuve una niñez hermosa, me sobró amor, ningún lugar era más lindo y acogedor que el hogar. Y mi casa «más grande» era el norte de Salto Nuevo. Viví una época en que la calle podía ser de los niños; no recuerdo inseguridad, ni casas con rejas. Y eso que de noche, sólo en algunas esquinas había luces, que servían más para juntar bichos que para alumbrar. Muchas cosas cambiaron, pero mi barrio todavía tiene esa identidad que tal vez sólo percibimos los que nacimos ahí. Cierro los ojos y estoy en «La placita» cuando los años 70 recién iban llegando: el sol quema y las chicharras ponen la banda de sonido. Las motoniveladoras Caterpillar aturden al niño curioso que se sienta a mirar «las máquinas» que primero están por la «Quinta Avenida» y después por la Diagonal. El perfume es el más evocativo que existe: a flor de paraíso; será por siempre el aroma de la infancia.
¿Recuerdos de la escuela?
Fui a la Escuela 1. La escuela no me gustaba, aunque llegué a ser abanderado. Levantarme temprano era terrible y me aburría. Era un niño raro, un «perro verde»: leía todo lo que caía en mis manos, con 9 o 10 años escuchaba los informativos internacionales y quería saber todo sobre la Guerra de Vietnam y la conquista del espacio; también leía historietas (Patoruzú, Batman), que cambiaba en el «Salón Daniel», en Larrañaga y Vilardebó; eso ya era lejos, me llevaba mi viejo.
¿Qué más puede decir sobre ese «niño raro»?
Supongo que me perdí algunas cosas; no fui un niño de esos que se raspan las rodillas, cazan pájaros, vuelven a casa embarrados. No jugaba mucho en los recreos, básicamente miraba y a veces cambiaba figuritas. Era un solitario, muy tímido; excepto que se me acercara alguien mayor para hablar de «cosas más interesantes». Ninguno de mis compañeros sabía nada sobre la guerra en el Sudeste de Asia ni los nombres de los astronautas. ¿Jugar a la mancha?…no era para mí.
No era el niño típico de barrio…
No. Son cosas que a veces pienso desde la sociología, la socialización y todas esas cosas; creo que en buena parte, nacemos con un carácter, una forma de ser, la socialización cumple un papel, pero no decisivo. En un cumpleaños me dieron a elegir: una pelota de cuero (era un tesoro) o un globo terráqueo: me quedé con el globo; la barra me quería matar. Podíamos haber dejado la pelota de plástico o la de goma –la peor paliza era preferible antes que un golpe con una de aquellas pelotas-, y yo me rendí a mi afición, que aún perdura, por la geografía.
Hablaba de «la placita», ¿recuerdos?
La «Benito De Paula» era el centro del mundo: hamacas, bicicleta, pelota. También estaban las pandorgas, los bichos de luz, los cascarudos. Y muchas veces: ¡la calesita! Desde mi cama escuchaba el ruido inconfundible cuando descargaban del camión. Era momento de salir corriendo a mirar cuando armaban el «parque de diversiones», que para mí siempre será «la calesita», podía ser la de Bidegain o la de Chucarro, nos dejaba sin cancha pero con otra diversión por varios días. De tarde había música: de Los Wawancó a Camilo Sesto; de Los Iracundos a Los Ángeles Negros. Juro que me parece escuchar el traqueteo de «los autitos» en su interminable pista de tablones, el «pum» de aquellas indomables escopetas de aire comprimido y el particular sonido de las «góndolas» en un vaivén que me revolvía la panza.
¿Tiempos de microcine también?
Sí, llegaba una vez por semana a la esquina de casa, de la empresa «Columbia». A otras zonas del barrio llegaba «Sténtor», más conocida y más recordada. Por Larrañaga, esquina Yacuy, se armaba el equipo de proyección, y varios metros más «abajo», en dirección al arroyo Ceibal, se ubicaba el telón de proyección. Desde temprano la gente llegaba a ubicarse y esperar la función, gratuita por supuesto. La película se interrumpía en el «intervalo»: un rato largo donde se «movía» el bar del anfitrión del evento, en este caso, el almacén de Levitán. Debo mencionar el cine. El domingo era el día de matinée. Conseguía el diario temprano en el mismo almacén, y elegía la sala. La oferta del Salto de antaño era fabulosa: cinco cines. Y allí iba; si había cine bélico, mejor. Si era de aviones, imperdible.
¿Algunas películas a destacar?
A veces salía tan atontado de aquella enorme maratón que debía pensar para qué lado quedaba la parada de ómnibus: si salía del «Metropol» (que durante varios años agregó «70» a su denominación), me iba a «Rumi & Pereira», si había ido al «Sarandí» o al «Ariel» esperaba el ómnibus en el «Bazar Lluberas». No sé cuántas películas de Tarzán vi, fueron varias; solían ser las primeras y muchas veces en blanco y negro. ¡Vi tanto «western spaghetti» que pude haber odiado a la pasta! Y el cine bélico, era generalmente la tercera película del programa. «Los cañones de Navarone», «Doce del patíbulo», «El Puente de Remagen», «Raid de mil aviones», mis preferidas. Entre película y película, uno salía a encandilarse, despabilarse, estirar las piernas, comprarse algo (cuando la entrada no había agotado los recursos). Chocolatines «Águila», pastillas «Trineo» y Coca-Cola, completaban una tarde perfecta.
Usted es muy futbolero también…
Es que la niñez es también fútbol, un amor eterno por el deporte más hermoso, recuerdo el Mundial del ’70 en la voz de Heber Pinto, y gritar el gol de Espárrago contra la URSS. Papá amaba el fútbol, fanático de Almagro. Mi primera camiseta, una que me dejaron Los Reyes, fue la verdirroja de «los del Hospital». Pero amar el fútbol y no tener cuadro es bastante penoso, esa es mi maldición. Yo veía al Almagro del «Pucho», el «Garbanzo», el «Zorro», el «Toto» –mi ídolo- y Sofildo; pero ese no era el cuadro de mi barrio Salto Nuevo. Es así como tengo a dos equipos en el corazón, pero, o como consecuencia, no soy fanático, y lo lamento. ¡Encima el River de fines de los ’70 que iba a ver al «Ambrosoni» era fantástico, el mejor que vi en Salto! Esto se vio agravado a nivel del fútbol nacional: mamá no quería darme la oportunidad de dudar, así que colgó frente a mi cama el póster de Peñarol campeón de América del 66 y me decía: «este es Mazurkiewicz, este Abbadie, este Rocha» y fui peñarolense. Uso ese término a propósito, porque ni de niño ni de adolescente recuerdo siquiera haber oído eso de «manya», eras «aurinegro» o «peñarolense» y eras «tricolor», no «bolso». Mi viejo, en su mensaje –nunca explícito- de no «seguir la manada», que es una de las influencias más grandes que me dejó, me empezó a trabajar con que los grandes ganaban muchas veces porque los árbitros los favorecían. Y la verdad nunca me había sentido fanático de Peñarol. Un día asumí que sólo era fanático de Uruguay y de Salto. Y fan del Cosmos de Nueva York; pero esa historia requeriría muchas páginas…
Sabemos que otra de sus pasiones es el fútbol de botones…
No puedo exagerar lo que es para mí el fútbol de mesa de botones. Empecé a los 6 o 7 años, me enseñó un vecino, Hebert Amarillo. Aún juego; no lo tomé nunca como un simple pasatiempo: «soy un botonista» como dicen los brasileños. Internet me permitió ponerme en contacto con «colegas» de España, Italia, Argentina, Polonia, Serbia, Hungría y por supuesto, Brasil, que es la meca, el país del fútbol de botones…El «futbolito» tuvo amplio desarrollo en Salto a principios de los 70, época en que empezamos a jugar con mi primo Roberto Fioritti…y con más de 50 años de historia, ese es el partido «clásico», perderlo duele tanto como en la niñez. Dicen que el futbolito de botones se lo debemos al inolvidable profesor Cerqueira Leites; que fue profe en mi escuela. «¡Paparulo!» nos decía a los que éramos muy torpes en gimnasia.
¿Concuerda cuando se dice «antes éramos más felices»?
No creo que «antes sí que éramos felices». Fui inmensamente feliz cuando alumbraban los 70, pero ¡cuánto hubiera disfrutado de una computadora o de un Play Station! No creo que se sea más feliz por vivir en calles de tierra, lavarse un raspón con jabón Bao o largarse en la bajada en un carrito de rulemanes; nunca le doy «me gusta» a esos memes que presuponen que los niños de hoy son necesariamente menos dichosos de lo que fuimos nosotros. Claro, esto que cuento no rezuma nostalgia porque sí. Revivir la niñez es hermoso; pero agridulce, claro… Mis viejos ya no están y muchos de mis entrañables vecinos tampoco.
Hoy por: Jorge Pignataro