Por Dr. Adrián Báez
Estimados lectores. Se cumplen 152 años de lo que al decir de Carlos Real de Azúa, se dio a conocer como “El día de los cuchillos largos”.
En una calurosa tarde del 19 de febrero de 1868, Montevideo se vio sacudida por dos acontecimientos –que si bien eran en silencio esperados-, nadie creía posible que fuera a suceder en realidad: los brutales asesinatos de los máximos exponentes de la política de ese tiempo, Bernardo Prudencio Berro y Venancio Flores.
El tórrido verano de 1868, entró azotando a la capital del país con una terrible epidemia de fiebre amarilla, que mató a más de 2.000 personas; y con la noticia de que Venancio Flores abandonaría el poder el 15 de febrero, ante la negativa de varios de sus adherentes, entre ellos dos de sus hijos, quienes, luego de levantarse contra su propio padre para que éste permaneciera al frente del gobierno, les valió el destierro.
Antes de bajar al llano, Flores dio garantías a Berro –quien ya era identificado como el promotor de una conspiración para volver al poder-, de que nadie atentaría contra su persona. “Curiosa relación la de estos dos hombres”, dice Maiztegui Casas, “ferozmente enfrentados, que se mostraron siempre un respeto personal muy parecido al afecto”.
El día 19 a las dos de la tarde, Berro inició su aventura revolucionaria. El plan preveía un ataque simultáneo a seis objetivos: el Fuerte (Casa de Gobierno); el Cuartel de Dragones; la Fortaleza de San José y comisarías importantes (Manga, Carrasco); mientras tanto, los caudillos Timoteo Aparicio y Baztarrica esperaban a las puertas de Montevideo para entrar en acción.
Al sonar la segunda campanada de la Catedral estalló la revuelta. A poco de comenzar, el intento se vio hundido en el naufragio.
De inmediato se comunicó los acontecimientos a Flores (quien ya no detentaba el poder, estando éste a cargo de Pedro Varela).
Cuando el expresidente Berro vio que lo planeado no resultó de la forma estipulada, y que quienes se acercaban no eran sus aliados sino tropas enemigas, salió a pie, armado con una pistola y una pequeña lanza, rumbo al puerto, con miras de refugiarse en un barco extranjero.
Al fallar el contacto que debía trasladarlo hasta allí, enfiló por calle Cámaras (hoy Juan Carlos Gómez) hacia el norte y procuró amparo en casa de un pariente, pero la puerta permaneció cerrada.
Dejó sus armas, probablemente, allí, y continuó su marcha hasta calle Buenos Aires. Tomó por Reconquista y, al cruzar una esquina, vio que el comisario Leonardo Mayobre y un policía aguardaban a alguien. Se tocó el sombrero en señal de saludo y continuó; los aludidos respondieron brevemente; no lo habían reconocido. Un poco más adelante se cruzó con Carrillo, un fabricante de cigarros de filiación colorada, y lo ignoró, temiendo lo peor. En efecto, Carrillo que bien lo conocía, apresuró el paso y vio que el comandante Manuel Lasota corría por la acera de enfrente; aquél cruzó la calle y le dijo: “Berro acaba de dar vuelta la esquina “. Lasota corrió hacia Mayobre y le comunicó: “Ese que pasó es Berro”. Siguió una carrera, una poderosa voz de alto, y el fugitivo, sin huida posible, se entregó. Eran las cinco y media de la tarde.
Mientras tanto, Venancio Flores, al corriente de la sublevación, preparó su carruaje y salió de su casa hacia el Cabildo. Con él viajaban su secretario personal, Amadeo Errecart, y dos empresarios que circunstancialmente estaban con él, Antonio Márquez y Alberto Flangini. Entraron desde Florida con dirección a Rincón, sólo para caer en una trampa mortal. En el cruce de Ciudadela y Rincón se había volcado una carreta y el paso estaba interrumpido; cuando el carruaje se detuvo, un grupo de enmascarados comenzó a disparar a mansalva contra sus ocupantes y mató al conductor. Los viajeros abandonaron a toda prisa el vehículo y huyeron, pero Flores, aturdido por un golpe, no pudo salir y fue acribillado a balazos a través de la ventanilla. En un último esfuerzo logró bajarse, ya malherido, intentando una fuga imposible; cayó de rodillas sobre la acera y fue ultimado a puñaladas. En ese preciso momento, pasaba casualmente por el lugar el padre Soubervielle, quien le dio la extremaunción.