Por : Jorge Pignataro
Corrían los años más difíciles de la Italia moderna, era 1924 y se rumoreaba que la guerra estaba en puerta, Europa era un hervidero y todos estaban expectantes de que sucediera en cualquier momento. Giuseppe Conti, con el último sueldo se compró un par de zapatos de marca, en una fábrica nueva, la casa Simone Cechetto. Según su padre los zapatos debían ser buenos y durables porque en la vida había que caminar mucho y tal vez en un futuro, su hijo en caso de tenerlo, los heredaría. La vida en Génova era muy difícil, y Giuseppe con sus 28 años trabajaba por casi nada.
Una mañana de otoño llegó una carta de Nueva York, era Doménico, su primo de la mafia, que le decía que fuera a América, que la vida era más llevadera y que siempre lo iba a apoyar. Giuseppe no lo pensó mucho y junta el dinero para el largo viaje en barco a la tierra prometida. Lo que al final lo decidió fue que desde el día que estrenó orgulloso sus hermosos zapatos su vida se transformó en una pesadilla, perdió el trabajo, la novia lo dejó, se enfermó de gripe y sus amigos se alejaron de él por motivos políticos. Finalmente una tarde, lloviendo y entre una multitud desesperada por embarcarse en los buques, que ponían los nervios de punta con sus estruendosas sirenas. Giuseppe Conti, que no tenía ninguna experiencia en viajes, se embarcó con destino a Nueva York. Con la promesa de un futuro junto a su primo, descansó en el camarote compartido con tres compatriotas que, como él cifraban sus esperanzas en el nuevo destino.
Un día, mientras observaban el mar con un compañero de camarote, dialogaban sobre sus sueños y proyectos y de pronto el tema derivó en comentar los destinos de cada uno en este viaje. El rostro de Giuseppe se puso pálido cuando su amigo comentó que ese barco iba con destino a Argentina y Uruguay. La desazón fue tan grande que lo primero que se le ocurrió fue tirarse por la borda y acabar con su vida.
Gracias a su amigo que atinó en el último instante a tomarle de los pies, que lucían el hermoso par de zapatos italianos, lo salvó de una muerte segura en las frías aguas del océano atlántico.
Un día soleado, el viaje para Giuseppe terminó en Montevideo, una ciudad tranquila, que de alguna manera atrapó al novel inmigrante. Pasaron los años y Giuseppe Conti formó una familia y tuvo un hijo. Con mucho sacrificio trabajó en un bar de la Aduana y un día compró un billete de lotería con su compañero de tareas, y ante el asombro de todos, sacaron la grande. Nunca habían visto tanta plata junta, y el mareo fue enorme, y empezó la sangría. Primero fueron los amigos con sus negocios imposibles de perder y perdieron, luego fueron las mujeres rápidas que aprovecharon la ingenuidad de los dos y los desplumaron, por último la familia a la que le dio una mejor vida. Con lo último que les quedó, en un momento de lucidez compraron con el socio un bar en un barrio un poco apartado del centro, con la ilusión de levantarlo y sentar cabeza definitivamente. No entraba nadie, quizás lo único que entraban eran las facturas que se acumulaban en un pincho, imposibles de pagar.
Una noche Giuseppe en un último intento desesperado tomó lo que quedaba en la registradora y se fue al casino. Le habían dicho que mucha gente se había salvado con la ruleta.
La palangana era hipnóptica, las primeras vueltas, sin saber cómo funcionada, Giuseppe empezó a ganar, el entusiasmo lo invadió, estaba feliz, ya imaginaba el momento en que le contara a su socio su aventura y como había salvado el bar y su futuro. En un momento rodó la bola y cayó en el cero y no le dio importancia, total perder una vuelta no le hacía nada, tenía paño suficiente y jugó nuevamente al negro 22 y…perdió.
Se empezó a desesperar, y volvió a apostar con mala suerte, la noche se hizo negra y la vista se le empezó a nublar, los sueños se empezaban a desvanecer y en una última y desesperada jugada apostó todo al colorado 23 y se quedó con las manos vacías. Con la mirada perdida y caminando lentamente como un ente, salió a la noche y comenzó a caminar por la rambla y en un último momento de lucidez, lloró su desventura y sin pensarlo más se tiró a las oscuras aguas y se dejó morir.
La familia quedó consternada, pasaban los días y no sabían nada de él.Hasta que un día un oficial de policía se presentó en la casa de la familia y les notificó que habían encontrado un cuerpo flotando en el agua y que el documento pertenecía a Giuseppe Conti. Albertino Conti, su hijo de dieciocho años fue a reconocer a su padre, y fue casi imposible hacerlo, porque su estado era irreconocible, el único detalle que aseguraba que era su padre eran los zapatos Simone Cechetto, que habían soportado el agua varios días sin sufrir deterioro.
Han pasado siete años y mis amigos y yo estamos jugando, siendo menores en una ruleta clandestina en un barrio de mala muerte, con suerte variada. Nosotros empleamos varias técnicas para ganar. Somos varios amigos, uno juega a color, otro a pares e impares, otro a primera docena, otro a segunda, así siempre ganábamos por algún lado.
Al lado mío está un desgarbado joven de unos veinticinco o veintiséis años me susurra al oído: -Vendo un par de zapatos Simone Cichetto por doscientos pesos. Se los miro y me gustan, se los compro e inmediatamente el joven apuesta los doscientos pesos y los pierde miserablemente.
Resignado el joven se retiró descalzo y yo me voy con el par de zapatos, que orgulloso los uso un par de veces para que luego terminen arrugados en el fondo del ropero. Un día, cinco años después, cantando tangos en una peña, encuentro al que fuera propietario de los famosos zapatos, Albertino Conti. Luego en el silencio de la noche, mirando el techo, decido devolverle los zapatos al cantante de tangos.
Al otro día concurro a la peña y pregunto por el personaje y el dueño del lugar me dice que no ha venido, entonces le dejo el par de zapatos y le pido que cuando lo vea se los dé, y me marcho. Al otro día recibo una carta contestándome a un pedido de trabajo, que esperaba hacía varios años que me abría un futuro muy bueno, mi madre que es muy supersticiosa dijo que eran los zapatos que me habían traído mala suerte.
En cuanto a Albertino Conti, cuando concurrió a la peña y el dueño le dio las zapatos italianos, generosamente se los regaló. Los parroquianos hace días, que extrañados preguntan por Manolo, el dueño del lugar y nadie sabe nada. Todos creen que se fue a España desilusionado por la caída en la afluencia de público en la peña.