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La Cruzada Libertadora, una crónica diferente

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Un año más se cumplió esta semana que dejamos atrás, del Desembarco de los Treinta y Tres, del 19 de abril de 1825. Crónicas hay muchas. Hoy hemos decidido compartir con los lectores de EL PUEBLO algunos fragmentos de la escrita por el historiador Lincoln Maiztegui Casas alrededor del año 2016:

LA «CRUZADA LIBERTADORA»

Desde 1824, un grupo de destacados orientales conspiraba en Buenos Aires con el propósito de organizar un movimiento capaz de conseguir el reintegro de la Banda Oriental al tronco de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Es fama que a la primera reunión que se organizó para iniciar esos trabajos, celebrada en el local de un saladero que pertenecía a Pascual Costa y que había sido alquilado por Lavalleja, asistieron solo siete personas: los hermanos Juan Antonio y Manuel Lavalleja, los hermanos Manuel e Ignacio Oribe, el saladerista oriental Pedro Trápani y los ciudadanos Simón del Pino, Manuel Meléndez y Luis Ceferino de la Torre. Contaron estos conspiradores con la tolerancia del gobierno de Buenos Aires (encabezado entonces por el general Gregorio de Las Heras, que no interfirió en sus actividades pese a las reiteradas protestas brasileñas (incluso llegó a aportar, con la debida reserva, algunos recursos) y con el respaldo activo de un destacado sector de saladeristas porteños, entre los que destacaban Pascual Costa, Juan José y Tomás de Anchorena, ambos inmensamente ricos, y Juan Manuel Ortiz de Rozas (o Rosas), que tenía aristas de caudillo y cuya figura crecía ostensiblemente en peso político. Y, por supuesto, Pedro Trápani, mucho más modesto que los anteriores como empresario.

Durante todo el año 1824 trabajaron intensamente, impulsados fundamentalmente por Lavalleja, Oribe y Trapani. Lavalleja, que había viajado directamente de Santa Fe a Buenos Aires, contaba con promesas de apoyo de Estanislao López y del nuevo gobernador de Entre Ríos, el general Juan León Solá, con el cual tenía amistad personal. Contactaron a los orientales exiliados y consiguieron el concurso de muchos de ellos, algunos de notable actuación posterior (Basilio Araujo, Atanasio Sierra, Manuel Freyre, Pablo Zufriategui, etc.). Ataron fidelidades con los caudillos de las luchas anteriores que estaban en las provincias del litoral o en la propia Banda Oriental (Andrés Latorre en Entre Ríos, Tomás Gómez en Soriano, etc.) y contactaron con algunos líderes continentales, Simón Bolívar entre ellos

El apoyo de los saladeristas porteños fue decisivo, pues permitió que el movimiento tuviera una amplia financiación: 150.000 pesos de la época, que era mucho dinero, Los Anchorena pusieron 3000 pesos para el fondo común y el hacendado Juan José Lezica 1000. El propio Rosas recorrió la campaña oriental con el pretexto de comprar ganado y hacer negocios, pero seguramente atando fidelidades al movimiento. Según algunas versiones, llegó a entrevistarse con el propio Rivera, a quien habría entregado una carta que le enviaba Lavalleja invitándolo a sumarse a la empresa. En esta tarea de procurar apoyos lo secundaron Manuel Lavalleja, Atanasio Sierra y Manuel Freyre (o Freire)…

Este compromiso de los propietarios de saladeros con la causa del retorno de la Banda Oriental al seno provincial no puede explicarse solamente por razones de patriotismo, aunque estas no son en absoluto despreciables. Se relaciona con la necesidad que tenían de poder contar, para sus negocios, con la riqueza pecuaria de la Banda Oriental, que tradicionalmente era una de sus fuentes básicas de materia prima. Desde la conquista luso-brasileña, las reses orientales eran vendidas masivamente al sur de Brasil, donde funcionaba una próspera industria saladeril. Esto resultaba ruinoso para los intereses de los empresarios bonaerenses, y actuaron en consecuencia. Debe tenerse en cuenta, además, que los saladeristas eran industriales y no meros comerciantes, que los separaba de los intereses de la burguesía porteña agroexportadora Partidarios de una política comercial proteccionista, sentían simpatías por el federalismo autonomista, y uno de ellos -Rosas- terminaría por ser el máximo caudillo federal de la historia argentina La Cruzada Libertadora de 1825 tuvo, entonces, una amplia financiación. Francisco Muñoz le escribía a Lavalleja en 1824: «Dinero tendremos, y cuente Ud. con todo el que se necesite. (…) Con acuerdo de nuestro amigo Trápani hemos convenido con la casa Stuart que entregue todas las cantidades”. Es tradición que los conspiradores decidieron pasar a la acción a partir del 21 de enero de 1825, cuando el general Antonio José de Sucre (1795-1830) derrotó a las últimas fuerzas españolas en la batalla de Ayacucho y culminó el proceso de la independencia anticolonial.

Los jefes

Los célebres «33» (número de resonancias masónicas) fueron el Estado Mayor de un movimiento largamente preparado, de modo que todos ellos fueron, de alguna forma, jefes. Pero hay cuatro figuras que es necesario destacar: Juan Antonio Lavalleja, Manuel Oribe, Pedro Trápani y Luis Ceferino de la Torre.

Trápani, montevideano y solterón, jugó, en este proceso, un rol fundamental por su influencia sobre Lavalleja. En desempeño de sus nuevas funciones, Trapani aumentó aún más su actividad y su entusiasmo, dirigidos principalmente a la contratación de un empréstito para comprar elementos de guerra. En cuanto a Luis Ceferino de la Torre, montevideano, nacido en la última década del siglo XVIII y fallecido en su ciudad natal en 1869, tuvo una participación decisiva en toda la etapa preparatoria, y según Aníbal Barrios Pintos, fue quien confeccionó «con sus propias manos» la bandera que desplegarían los cruzados en la Agraciada.

La «Cruzada»: La medianoche del 1 de abril de 1825 se embarcaron en San Isidro (Bs. As.), 9 hombres. Los encabezaba Manuel Oribe y los restantes eran Manuel Freyre, Manuel Lavalleja, Atanasio Sierra, Juan Spikerman, José del Carmen Colman, Pedro Antonio Areguaty, José Leguizamón, el baqueano Andrés Cheveste. Llevaban armas y otros pertrechos de guerra. Las noches tormentosas y las partidas brasileñas, que sospechaban el inicio de la sublevación, retrasaron todos los planes.

Manuel Oribe, Manuel Lavalleja y Cheveste (o Echeveste) cruzaron el río de ida y vuelta, en busca de noticias y provisiones. Según una narración de Domingo Ordoñana, «al llegar a tierra la noche era oscura, y casi a tientas dieron con una carbonería, cuyo dueño los llevó a la inmediata estancia de los Ruiz, quienes les explicaron que don Tomás Gómez había sido descubierto, teniendo que escaparse para Buenos Aires, y que las caballadas de la costa habían sido recogidas e internadas. Cuando Ruiz concluyó su narración, Oribe le contestó resueltamente: «Pues, amigo, nosotros vamos a desembarcar, aunque sea para marchar a pie; mientras tanto, vean de darnos un poco de carne, porque nos morimos de hambre en la isla».

Gómez, que debía esperarlos en el sitio del desembarco con los caballos, debió retirarse ante la proximidad de soldados brasileños. Fue descubierto y debió pasar a territorio argentino, dejando a los hermanos Laureano y Manuel Ruiz de Tagle encargados de la tarea de proveer la caballada.

Lavalleja y el resto de los conjurados se embarcaron en Barracas el 11 de abril, en dos lanchones con capacidad para unas 20 personas cada uno, que pertenecían a unos señores de apellido Irigoitia y Sacarello, y se reunieron con sus compañeros el 17 (o madrugada del 18), debido a múltiples inconvenientes entre los que se menciona un terrible temporal. Cruzaron el Uruguay en tres precarias embarcaciones, eludiendo las naves brasileñas, desde la isla a tierra firme la noche del 18 al 19 de abril y desembarcaron en la playa llamada de La Graseada, en el departamento de Soriano, que un embellecimiento posterior bautizó como la «Agraciada»; el sitio era conocido por los lugareños como el «Arenal Grande”.

En el momento de pisar tierra oriental eran 33 hombres, pero nadie pudo reconstruir exactamente sus identidades. En la playa los esperaban Basilio Araújo y Andrés Cheveste, y más tarde llegaron los hermanos Ruiz con la caballada y otros combatientes dispuestos a sumarse a la empresa. Lavalleja desplegó entonces la bandera tricolor (una de las banderas artiguistas, azul blanca y roja, a la que se había agregado, en la franja central, la leyenda «Libertad o Muerte», y tomó a sus hombres el juramento solemne de luchar por el ideal hasta la muerte. Según recordaba Spikerman, uno de los protagonistas, sus palabras fueron más o menos las siguientes: Amigos, estamos en nuestra Patria. Dios ayudará nuestros esfuerzos y si hemos de morir, moriremos como buenos en nuestra propia tierra ¡Libertad o Muerte!

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