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miércoles, 16 de julio de 2025
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«La bandera de Nacional, convertida en símbolo de entrega y límpida emoción»

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Miguel Ángel Motta en los 100 años tricolores y la vigente razón afectiva

De los 60 a los 70. ¡Vaya décadas!…de búsquedas fermentales, de idealismos, de quijotes enhebrando utopías. En la cotidianeidad de la vida o en una cancha de básquetbol o de fútbol.
Personajes a veces, silenciosos en el andar, en el decir, pero también dueños de esos gestos que marcan. Porque al cabo, también enseñan. Proponen sendas. Abren surcos, simplemente de vida.
A MIGUEL ÁNGEL MOTTA le sucedió un poco de aquello. Y entonces, por más que hace años se fue a la capital, ese ayer se conserva intacto. Desde la memoria fértil, pero sobre todo, desde el sentimiento incanjeable. Fue jugador de básquetbol. En Nacional de Salto y en la selección.
Conductor cerebral. La técnica bien entendida y mejor aplicada.
Hasta que años después, el escritor y poeta, se fue instalando en la vida. En su vida.
Por eso Nacional pensó en él, ahora que llegan los 100 años, mientras su libro «Espía en Maracaná y otros cuentos», para que Salto también vaya descubriendo la obra. Su contenido. Y esa esencia, con cuestiones humanas, que van y que vienen…
PRENDIENDO Y ALIMENTANDO…
«El club Nacional, o la «sede» como lo llamábamos antes -al decir de Miguel-, fue para mí el ágora, el barco y el gimnasio; tres de los pilares que hicieron posible la cultura griega y su expansión.  En Nacional recibí un apoyo sustancial en mi formación deportiva, tuve extraordinarios amigos y participé en las inevitables discusiones sobre las ideas y los rumbos que tomaba el ser humano. En ese tiempo, fines de la década del 60 y principios del 70, las instituciones deportivas no tenían diagramado un cometido social y muchas veces el estímulo, la ayuda, el afecto hacia los jóvenes nacían, más que  desde la institucionalidad, de las personas que de forma diversa y sutil aportaban al crecimiento del club. No voy a dar nombres, pues al hacerlo podría cometer omisiones involuntarias, pero sé que no olvido a ninguno de los que prendían y alimentaban los motores para que la institución siguiera recorriendo su largo camino. Guardo especial aprecio y agradecimiento a todos ellos y a Nacional Fútbol Club.»
«DE MUJERES Y HOMBRES
DE ESTE BARRIO»
Después de todo, el corazón es capaz de plantear su propio lenguaje. Miguel lo sabe, en la misma medida que imágenes de aquellos años, se recomponen a manera de añorada película.
Desde él, pero colectivizando también. Nacional, es aquel todo y este también.
El Nacional de la sede y del básquetbol que Miguel lo jugó.
El tiempo del «Nené» Zucchi, Juan y José Cardozo, el «Diente» José Enrique Scarrone, el «Tincha» Edgardo Méndez, Eduardo Bello, Ricardo José Scaparoni, con «Pinocho» Pertusatti y «Nacho» Puigvert para acoplarse a la misión de ser delegados, sin que Ernesto Barcia deje de ser puntual en la evocación.
La barra de Nacional.
La barra del club.
La barra… de la vida.
«Porque en el gimnasio me formé como jugador y luego pasé a un equipo de la capital; y en la sede descubrí a los cuentistas orales que se recostaban al mostrador y, con belleza y maestría, narraban historias prodigiosas, epopeyas y tragedias de los domingos de tarde en los campos de juegos, que conmovían a cualquiera. De escuchar aquellos aedos sin liras, bebedores de vino; de escuchar las arengas en los vestuarios, de aprender a luchar hasta lo último en cada partido, fui percibiendo que la camiseta tricolor, que el bolsillo azul sobre el lado izquierdo era una bandera labrada con los sueños y el trabajo de varias generaciones de mujeres y hombres de este barrio.  Esa bandera que hoy cumple cien años, se ha convertido definitivamente en símbolo de entrega, de superación, de esfuerzo y límpida emoción».
-ELEAZAR JOSÉ SILVA-

De los 60 a los 70. ¡Vaya décadas!…de búsquedas fermentales, de idealismos, de quijotes enhebrando utopías. En la cotidianeidad de la vida o en una cancha de básquetbol o de fútbol.

Personajes a veces, silenciosos en el andar, en el decir, pero también dueños de esos gestos que marcan. Porque al cabo, también enseñan. Proponen sendas. Abren surcos, simplemente de vida.

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A MIGUEL ÁNGEL MOTTA le sucedió un poco de aquello. Y entonces, por más que hace años se fue a la capital, ese ayer se conserva intacto. Desde la memoria fértil, pero sobre todo, desde el sentimiento incanjeable. Fue jugador de básquetbol. En Nacional de Salto y en la selección.

Conductor cerebral. La técnica bien entendida y mejor aplicada.

Hasta que años después, el escritor y poeta, se fue instalando en la vida. En su vida.

Por eso Nacional pensó en él, ahora que llegan los 100 años, mientras su libro «Espía en Maracaná y otros cuentos», para que Salto también vaya descubriendo la obra. Su contenido. Y esa esencia, con cuestiones humanas, que van y que vienen…

PRENDIENDO Y ALIMENTANDO…

«El club Nacional, o la «sede» como lo llamábamos antes -al decir de Miguel-, fue para mí el ágora, el barco y el gimnasio; tres de los pilares que hicieron posible la cultura griega y su expansión.  En Nacional recibí un apoyo sustancial en mi formación deportiva, tuve extraordinarios amigos y participé en las inevitables discusiones sobre las ideas y los rumbos que tomaba el ser humano. En ese tiempo, fines de la década del 60 y principios del 70, las instituciones deportivas no tenían diagramado un cometido social y muchas veces el estímulo, la ayuda, el afecto hacia los jóvenes nacían, más que  desde la institucionalidad, de las personas que de forma diversa y sutil aportaban al crecimiento del club. No voy a dar nombres, pues al hacerlo podría cometer omisiones involuntarias, pero sé que no olvido a ninguno de los que prendían y alimentaban los motores para que la institución siguiera recorriendo su largo camino. Guardo especial aprecio y agradecimiento a todos ellos y a Nacional Fútbol Club.»

«DE MUJERES Y HOMBRES DE ESTE BARRIO»

Después de todo, el corazón es capaz de plantear su propio lenguaje. Miguel lo sabe, en la misma medida que imágenes de aquellos años, se recomponen a manera de añorada película.

Desde él, pero colectivizando también. Nacional, es aquel todo y este también.

El Nacional de la sede y del básquetbol que Miguel lo jugó.

El tiempo del «Nené» Zucchi, Juan y José Cardozo, el «Diente» José Enrique Scarrone, el «Tincha» Edgardo Méndez, Eduardo Bello, Ricardo José Scaparoni, con «Pinocho» Pertusatti y «Nacho» Puigvert para acoplarse a la misión de ser delegados, sin que Ernesto Barcia deje de ser puntual en la evocación.

La barra de Nacional.

La barra del club.

La barra… de la vida.

«Porque en el gimnasio me formé como jugador y luego pasé a un equipo de la capital; y en la sede descubrí a los cuentistas orales que se recostaban al mostrador y, con belleza y maestría, narraban historias prodigiosas, epopeyas y tragedias de los domingos de tarde en los campos de juegos, que conmovían a cualquiera. De escuchar aquellos aedos sin liras, bebedores de vino; de escuchar las arengas en los vestuarios, de aprender a luchar hasta lo último en cada partido, fui percibiendo que la camiseta tricolor, que el bolsillo azul sobre el lado izquierdo era una bandera labrada con los sueños y el trabajo de varias generaciones de mujeres y hombres de este barrio.  Esa bandera que hoy cumple cien años, se ha convertido definitivamente en símbolo de entrega, de superación, de esfuerzo y límpida emoción».

-ELEAZAR JOSÉ SILVA-

«Yo nací en el barrio Cerro»

«Llegué a esta ciudad en barco. Llegué de la montaña, con olor de oveja y el recuerdo verde de cuarenta días en el mar. Imagino que traíamos una valija de cartón, una navaja, alguna ropa, un crucifijo. No teníamos casa, ni libros, ni pan. Aquí nos inclinamos a cultivar la tierra, a practicar el comercio. Hablábamos italiano y vasco. Tuvimos hijos y los hijos tuvieron otros.

Yo nací en el barrio Cerro; prefiero llamarlo así por el contenido topográfico con que los antepasados nombraban a los lugares. No  creo en el nomenclátor, está poblado de olvidos, venganzas e injusticias.

En esta ciudad conocí el agua, el fuego, los árboles, los pájaros; supe de la daga y la fraternidad. Acá conocí el amor, acá nació mi hijo Jaén y acá murió mi padre, tempranamente, y no me dio tiempo a escuchar los tangos que dicen cantaba en Radio Cultural y en los tablados.

En Salto conservo amigos que aún me honran con su afecto, amigos a quienes puedo mirar a los ojos. En esta ciudad hablé con Aquiles y Agamenón, con el venerable Tersites, con Odiseo, Dante, Don Quijote y Sancho, Díaz Grey, el coronel Aureliano Buendía, Pedro Páramo y tantos, tantos otros. Acá hablé con Marosa y sigo hablando, a veces, cuando vengo a la ciudad y bajo por la calle Zorrilla hacia el puente.

Acá soñé un mundo mejor y aún peleo por ese sueño. Nunca me fui de esta ciudad ni de esta tierra; en todo caso ando por otras ciudades con el agua, el fuego, los amigos, los muertos de acá. No puedo olvidar de dónde soy; si lo hago, sería otro. No quiero olvidar que cuando llegamos en barco, no teníamos casa, ni libros, ni pan.

Cuando escribo, siento que las palabras acuden desde este río, desde estas calles. Tal vez, los lectores encuentren algo de lo que digo en los textos que integran este libro.

«Espía en Maracaná y otros cuentos».

La ciudad  y el libro (Miguel Motta)

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