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miércoles, 12 de marzo de 2025
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Javier de Viana y el Salto

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Luis Eduardo Coronel Maldonado

Cuando era gurí, alguna vez vi a un anciano que caminaba por las calles; estaba en una situación muy venida a menos. Una vez que nos encontrábamos en la puerta con mi familia, por ir a tomar el tren hacia las Termas de Arapey, se paró a conversar con mi padre y como vio unos bultos lo interrogó afable: ¿te vas de viaje? A las Termas nomás, fue la respuesta. Supongo que le pregunté a papá quien era ese señor porque recuerdo clarito el apellido: Taborda.


Y bien. Aquel hombre, que ya estaba en sus últimos años, vencido por la vejez, había tenido su vínculo con la cultura. Así lo atestigua un artículo que apareció en el número 5 de la Revista de la Biblioteca Nacional, mayo de 1972, bajo el título «Testimonios sobre la ‘Situación vital’ de Javier de Viana», presentación y notas de Arturo S. Visca. El trabajo reproduce el reportaje «Un rato de charla con Javier de Viana», del cual era autor Eduardo Taborda, publicado, parcialmente, en el número 55 de la revista de difusión cultural americana de Buenos Aires Nuestra América, agosto de 1926.
Es cosa sabida que la situación económica de Viana fue, a medida que el siglo XX se desarrollaba, empeorando. Desde una posición de cierto bienestar, pasó rápidamente a la pobreza; por último, a la miseria. Durante su radicación en Buenos Aires, después de 1904, el apremio lo obligó a escribir a destajo; vivía de su pluma. Las angustias de su familia deben haber sido terribles. En una de las cartas de ese período que cita Visca, allá por 1914, al pedir algún auxilio a Orsini Bertani le decía Don Javier: «En mi ausencia mi gente se comió hasta el gallo, y mañana pensaban comer el gato».
Javier de Viana había retornado al Uruguay hacía unos años y vivía en La Paz, Canelones. Taborda y dos amigos, comentando los resultados electorales, decidieron una noche, en la tertulia del Café Ateneo, ir a visitarlo. El escritor, había sido electo Representante Nacional por el Departamento de San José, integrando la bancada del Partido Nacional. El 14 de febrero de 1926 su mandato terminaba, durante el cual fue compañero de Carlos Roxlo.
El hombre no estaba en su casa; Lalita, su esposa, les dijo que había ido a la barbería. Allí, en un rincón, sentado frente a una mesa, leyendo un diario, abstraído, lo hallaron. Entonces Don Javier tenía cincuenta y siete años, pero se lo veía cansado, tristón, escondía alguna dolencia. Su rostro se iluminó con aquella visita inesperada. La conversación fue amena; hablaron de muchos temas, empezando por su obra literaria y los maestros que lo habían influenciado: Maupassant, Zola, Turgueniev, Sacher-Masoch; de su simpatía por Montiel Ballesteros, de su opinión sobre Rodó, Florencio Sánchez y su correligionario Roxlo.
Al final cayeron sobre la penuria económica del entrevistado porque, debido a algunos arreglos internos, había tenido que contribuir con su remuneración de legislador a pagar ciertas obligaciones partidarias; por lo cual de poco le había servido ese ingreso para equilibrar su situación financiera. Pero sus compañeros no lo habían olvidado. El 6 de julio de 1926, una nota del Honorable Directorio de su Partido, firmada por Eduardo Lamas Delgado, salteño de corazón y por sus estudios en el Instituto que dirigieron Gervasio Osimani y Miguel Llerena, como su hermano Alfonso, le comunicó a Viana que, enterados de la grave situación que lo apremiaba, algunos amigos habían intercedido para que ese órgano levantara los trimestres vencidos de la hipoteca de su casa hasta el 31 de julio de ese año. Contribuyeron, además, para que recibiera un pequeño óbolo con que calmar sus tribulaciones. Le remitían, a su vez, la copia del recibo del Banco Hipotecario por la suma de $ 263,51. Viana era mencionado como «buen y noble correligionario».
Durante la conversación, Javier de Viana confesó su vinculación con nuestra ciudad. Dijo: «¡El Salto! Yo tengo una deuda con aquella noble ciudad. Cuando me moría en la miseria y abandono, vino hasta mi lecho de desgracia, desde aquella lejana ciudad, un álbum y un alivio de unos cuantos cientos de pesos que los salteños enviaban, olvidando rencores de partidismo, todos fueron hermanos».
La charla, que había empezado temprano en la tarde, se extendió hasta entrada la noche. En determinado momento, un mocito que ayudaba en la casa de Don Javier, como si hubiera salido de alguno de sus cuentos, se paró junto a la mesa y le dijo: «Güenas noches. Dice la patrona si va a dir a cenar que ya son más de las ocho».
La tertulia continuó al otro día en el Café Cervantes. Allí, probablemente en un libro que obsequiara a Taborda, Viana escribió, profundamente emocionado, lo que sigue:
Múltiples motivos conjúganse para acendrar mi cariño por la bellísima capital norteña. Fundada por mi bisabuelo, ocúrreme con frecuencia la petulancia de considerarme ligado a ella por vínculos de parentesco, despierta mi simpatía admirativa su fecundidad productora de preclaros ingenios y se estremece mi alma agradecida recordando el gesto noble de esa población salteña que, olvidando partidismos y unificando sentimientos, sentimientos de hombres fuertes y de damas gentiles, acudieron para depositar un alivio sobre mi lecho de dolor y de miseria.
Javier de Viana. Montevideo. Diciembre de 1925.

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