Un cuento de Rocío Menoni ocupa hoy esta página que cada lunes EL PUEBLO dedica a la creación literaria de salteños.
Rocío nació en 1953 y es maestra. Durante varios años orientó un Taller Literario y Sala de Lectura para niños, área en la que se la puede considerar una especialista. Cuentos suyos fueron incluidos en la antología “Los nombres del cuento – El cuento salteño de hoy” (Ediciones Aldebarán, 2004). Es autora del libro “A la orilla del vuelo” (Ediciones Taller Literario Horacio Quiroga, 2009), al que pertenece el siguiente cuento.
POR MANDATO DEL DUENDE
Hoy tengo la certeza de que este secreto me llevará a la tumba, como tantas veces me llevó a la cárcel y me ha traído hoy a este maloliente y horroroso hospital o Centro de Atención Psiquiátrica, como pude leer en el cartel que está en la puerta.
Acusado de robo, fui llevado antes a la cárcel, de donde salí gracias al amor y comprensión de mi madre que pagó la fianza y entregó cada una de las medallas que cuidadosamente guardo en una caja de nácar que me ha sido donada para esos fines. Y atención que digo guardo y no digo escondo, ya que no tengo nada que esconder porque no soy un ladrón sino un buscador con una importante tarea por cumplir.
Tal vez nadie comprenda la importancia de esta misión que me ha sido confiada y también sientan repugnancia al mirarme y vean en mí solamente al autor del “horrendo asesinato en la zona norte de la ciudad” como dice el diario que está sobre esta mesa y cuyos detalles quiere que relate el equipo de médicos, policías, juez y abogados que se encuentran en esta sala.
Ya acepté mi responsabilidad en la muerte de la Doctora Zaída Baladán, cosa que, por otra parte, no podía negar porque mis huellas quedaron en el Estacionamiento y me limpié las manos sucias de sangre en su propio auto blanco, pero el lugar donde guardé su cabeza rubia, eso no lo puedo revelar hasta que no reciba la autorización divina para hacerlo.
Pero claro, esto solo lo pueden comprender los elegidos, aquellos que han sido visitados por los Duendes y han recibido de ellos un mandato intransferible.
Yo soy uno de ellos.
Se me comunicó la Misión a cumplir en ocasión de la muerte de mi abuela Micaela, quien lucía siempre en su cuello, pendiente de una cadena, una medalla de cristal con la letra M de oro en el centro.
Desde niño me sentí atraído por aquella medalla y no comprendí el motivo hasta aquel día en que, en medio del velorio, el Duende Mayor habló.
Desde entonces he buscado medallas de cristal con letras de oro, para completar el abecedario y hacer posible que los Duendes puedan hablar el lenguaje de los hombres.
Mi madre, cada vez que encontraba medallas en la cajita de nácar, rápidamente las llevaba a la Policía, pero ya era tarde: la esencia ya había sido quitada del oro y aquello que volvía a su dueño no era más que vidrio y metal.
Esa mujer, la que hoy yace en la Morgue, y a quien tanto lloran, es la responsable de este último acto mío que todos consideran atroz.
Mi madre, quien nunca logró comprender lo que cuento ya que a pesar de sus rezos jamás consiguió que seres maravillosos le hablaran, me sugirió visitara a esta Médico Psiquiatra hoy tristemente fallecida. Era una bonita y agradable mujer con quien departí durante muchas tardes a lo largo de seis meses.
Tanta confianza me inspiró que al fin le conté mi secreto, y extrañamente no se mostró sorprendida con mi revelación.
Pero una tarde, mientras conversábamos animadamente, ella debió abandonar por un momento la habitación y me sentí impulsado a mirar la foto que la doctora tenía en un hermoso portarretrato sobre su escritorio. Allí la vi: sonreía junto a su esposo y tres niños rubios como ella, y mis ojos se posaron en su fino cuello desde donde me llamaba una medalla de cristal y oro con la tan preciada letra Z.
Enseguida lo comprendí: la doctora, conocedora por mi confesión del secreto de la Misión, escondía en algún lugar la medalla.
Dos meses transcurrieron desde aquel descubrimiento a este maravilloso día en que pude tener en mis manos la última letra del abecedario.
Dos meses durante los cuales concurrí a la Sesión con la doctora todos los martes y jueves, y los demás días de la semana, escondido en el Estacionamiento del Edificio por la tarde y del Hospital en la mañana, aguardé la presencia de la codiciada medalla.
Cuando esta tarde la vi bajar al Estacionamiento con una blusa de seda blanca, comprendí que ese era el momento. No había visto yo la medalla pero sentí su presencia y recibí el imperioso mandato de ofrecerla con el calor de aquella hermosa mujer, por lo que tomé el hacha del extintor de incendios y así, de un solo golpe, la decapité.
Guardé el tesoro en la bolsa que llevaba y rápidamente me dirigí al río a entregar mi ofrenda.
Estos hombres que me miran saben que yo la maté. Yo no lo niego.
Guardo el secreto del lugar donde deposité la cabeza hasta el momento en que el Duende Mayor me autorice a revelarlo.
Mientras tanto sonrío y los hombres me gritan pensando que me burlo de ellos.
No saben que acabo de conocer una atractiva mujer, que luce en su túnica un broche dorado con su nombre: Doctora Yamila Costa.