Cuando supimos días pasados que el Grupo Teatral Sintapujos se prepara para estrenar en breve “El Lazarillo de Tormes” (será en marzo, en el Ateneo), sentimos deseos de volver una vez más a leer la obra: la vida de aquel niño huérfano de padre, abandonado por la madre, muy pobre, que debe enfrentar mil y una adversidades para sobrevivir, apoyándose como único sostén (aunque relativo) en sus diferentes amos. Y debemos concluir, parafraseando a Borges, que realmente no se entiende cómo hay gente que se priva del placer de su lectura. Cabe en primer lugar saludar a Óscar Bibbó y su grupo por arriesgarse a la difícil tarea de una adaptación de este tipo (llevar una obra narrativa a lenguaje teatral), máxime cuando se trata de un texto de más de cuatrocientos años, con todas las dificultades, por ejemplo lingüísticas (abundan los arcaísmos) que ello implica. Pero queremos destacar hoy la vigencia del Lazarillo. Por eso es un clásico, porque trasciende épocas y fronteras geográficas con absoluta vigencia.
Actualidad, pleno reflejo del aquí-ahora (a pesar de haber aparecido en 1554 y en España) es lo que tienen estas páginas. Veamos tan solo algunos ejemplos. Cuando por nuestros tiempos aparecen una y otra vez casos protagonizados por la Iglesia Católica totalmente reñidos con la moral, ¿no es acaso lo que ya en 1554 mostró el escritor a través de su personaje Lázaro? Claro que sí, y justamente fue eso, en una época de gran poder eclesiástico, lo que lo obligó a que su obra fuese anónima; de haberla firmado, habría muerto, así de simple. Hipocresía, falsedad, mentiras, eso denuncia. Un ciego que usa sus habilidades de buen conversador y su rostro que parece de buena gente, para robar (“ganaba más en un mes que cien ciegos en un año”), un hombre que en la iglesia profesa amor al prójimo y solidaridad y fuera de ella tiene a un niño al que explota, golpea y somete al hambre (“jamás tan avariento ni mezquino hombre vi; tanto que me mataba a mí de hambre”); un clérigo (nada menos) que al niño sólo daba una cebolla cada cinco días como único alimento y no porque no tuviera recursos. Otro hombre sumido en la miseria, que no tiene para pagar el alquiler de su pobrísima casa, que hasta su sucia cama también es alquilada, que no come durante días, es sin embargo considerado por la sociedad como un fino y distinguido señor, sólo porque se pasea por la calle con una impecable capa (“razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden”) y espléndida espada. Si en vez de capa y espada, decimos teléfono celular, auto, moto, ropa de ciertas marcas, ¿no parece que esto se hubiera escrito ahora, en pleno siglo XXI? La mezquindad, el egoísmo, el engaño, las apariencias y el juzgar más por ellas que por la esencia de una persona, ¿no son acaso todas cuestiones de hoy? ¡Eso es un clásico! Ahora podremos disfrutarlo puesto en actuación y gracias a un grupo salteño, y otra vez, como tantas, se comprobará que ver teatro es mirarse al espejo, como individuo y como sociedad ¡Bien por Sintapujos! ¡Grande Lazarillo!
¡Grande Lazarillo!
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