Por: Jorge Pignataro
Selva Casal, sin lugar a dudas una de las poetas de mayor relieve en la literatura uruguaya de las últimas décadas, falleció este viernes, a los 93 años de edad. Había nacido el 11 de enero de 1927, en Montevideo y falleció alrededor de la 1 de la madrugada de este viernes 27 de noviembre.

Escritora y poeta, se destacó también como Doctora en Derecho y Ciencias Sociales, y como Docente. Pero sin dudas que lo suyo fue, ante todo, la poesía. Y para la poesía, la sensibilidad y condiciones de Selva fueron de excepción. Autora de unos veinte poemarios, es de destacar entre ellos: «El infierno es una casa azul», «Vivir es peligroso», «El grito», «Los misiles disparan a mi corazón», «Perdidos manuscritos de la noche», «Ningún día es jueves»; varios de ellos fueron reeditados en más de una ocasión y merecieron importantes distinciones dentro y fuera del país.
Sobre «El infierno es una casa azul», de Selva Casal
Quien sostiene este libro, y comienza a ejercer una lectura más o menos atenta, percibirá que estos poemas se disparan a raudales: heterogéneos y cuasi monocromos, múltiples e idénticos – en el anverso del sentido -, dispares y parejos en su concepción sintáctica y en su diseño rítmico. Y llevan en su embrión estético otro riesgo : no condicen con las hablas poéticas ‘validables’ del fin de siglo (o, más bien, de todo el último siglo). No vanguardizan la palabra, no la requieren para especular en un enunciado problemático, no dan cuenta de quiebres, fisuras o búsquedas incesantes de sintaxis lingüísticas e ideológicas que se explicitan en su misma enunciación como esos quiebres, fisuras o búsquedas incesantes. El discurso lírico de Casal se saltea ese callejón o puente de experimentos estéticos, brinca sobre la adolescente madurez de la vanguardia, e hinca el filo lírico en un rasgo, que, en su poesía, deviene como sustantivo: la emocionalidad. Poesía desde la emoción para la emoción. Quien no pueda experimentarla así, queda fuera del circuito. Clavarse el puñal de las palabras en clave sensible, es el asunto: «la poesía es como un puñal/ afilado y terrible/ amante cruel/ que apenas nos deja/ lugar al sueño y a la muerte».
La misma poesía es sensible a los tiempos históricos. Se permite la función especulativa (porque refleja visos de la realidad) y, paradojalmente, al mismo tiempo, se torna abortiva, infecunda, silenciosa, cuando el terror es un mal público y se cuela en los espacios privados: «en mi país sórdido acribillado/ poesía duro espejo/poesía muro infranqueable».
Poesía testimonio, voz que acusa y señala, dedo en ristre. Señal hacia la oscuridad en espera de la luz: «Hoy se me caen los ojos fusilados/con tres gendarmes enfrente de mi puerta/adentro de mi patria».
Atenta a los tópicos de la poesía universal, la lírica de Casal testimonia también sobre los avatares del amor, sobre el pathos de la soledad, sobre la inminencia de un tiempo que viene, de otro que fue y que, sin embargo, parece no transcurrir; avisa del dolor de la condición humana y de las ambiguas relaciones entre vida y muerte: «ya no estoy en la vida/pero puede desencadenarse/el mundo sobre mí/llevo una muerte dormida/en las tres últimas campanadas».
Asistimos a la construcción de un mundo articulado con sus trasmundos que son meros reflejos del primero, o parte de él, porque si «el infierno es una casa azul», «el cielo/no es cielo/es una casa ardiendo». Las categorías terrestres se proyectan en los universos posibles, en los terrenos infernales y celestiales. O tal vez, los infiernos y cielos están en el baldío más próximo. Pero también se configura un espacio azul, quizás descargado de las connotaciones modernistas del símbolo rubendariano. Presenciamos cómo una tinta azulina que fluye por entre los versos, que otorga color y con ello un ambiguo misterio a lo que roza, atraviesa las páginas del poemario y entrama una región diferente: «la mentira es un vidrio azul»; es «inútil ocultar los rincones azules de la casa»; «hoy han allanado mi casa/han desdoblado afanosamente/sus intestinos azules»; «yo vi la tierra suspendida/en el pico de un pájaro/y era azul»; «es a mí que me crece/ un gran árbol desolado y azul/dentro del vientre»; «y hay un grito azul moviendo un árbol/un hombre azul». Gerardo Ciancio (Fragmento de un artículo más extenso).
Los jueves de verdad y de mentira
«Una vara de almendro», el último libro de Leonardo Garet, que hemos comentado en algunas ediciones anteriores, incluye un texto que bien podría leerse como homenaje a Selva Casal:
LOS JUEVES DE VERDAD Y DE MENTIRA
Ningún día es jueves ningún día toco la tierra
Ya nadie está conmigo todos mis muertos
Me han olvidado hoy.
Selva Casal, «Ningún día es jueves»
Si hoy fuera jueves vendría Selva. Ella tiene la costumbre de cambiar los días y nos llama un viernes o martes diciendo los estoy esperando, no se olviden que es jueves. Esos son los jueves de mentira y pueden caer un día cualquiera de la semana, cuando anda en el centro con los cartapacios del juzgado. Los jueves de verdad son días de convocatoria establecida. Selva viene con cajas con forma y tamaño de libro, imitaciones perfectas de carátula y de lomo. Adentro trae poemas o piedras, o caracoles. Los exhibe en el momento justo, cuando estamos los que seremos esa noche y todavía no se formalizó un tema determinado. De tan logradas las cajas son un verdadero desafío. «Hoy sí es un libro», pensamos. Pero no, nos gana siempre. Una hija suya hace las cajas y la presentación en nuestra mesa es un instante de fiesta para Selva. Después, se debe despedir de ellas porque la hija las distribuye para venderlas. Selva había empezado con esa costumbre como al mes de la muerte de su hijo. Nos llamó y vino al bar con el libro que no resultó libro sino caja, llena de caracoles diminutos de la costa de Rocha. Circularon de mano en mano, sobre la mesa, con un cuidado como si fueran de cristal. Cuando volvieron a ella, dijo Selva: «Los juntó mi ángel» y los puso en el libro. No sé por qué ese día la sentí tan pequeña, como si se hubiera encogido. Los jueves de verdad fuimos conociendo que el hijo escribía porque venía en una hoja manuscrita un poema suyo que podíamos leer sin sacar de la caja. Los días de mentira no se nombraban las cajas. La noche de la cual no se volvió a hablar, deben de haberse cruzado los días, porque un jueves de mentira trajo un libro-caja con una hoja que decía «Yo quiero que mis cenizas se pongan en este libro. Selva».
