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En atrapante relato, periodista ingresó como “familiar” a visitar a un recluso en el temible módulo 8 del Comcar

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Un viaje al pozo más profundo

Este es el relato de una vida que se fue rompiendo de a poco hasta llegar al Comcar. Allí, donde debería reconstruirse, trabajar y estudiar es un privilegio, y terminar hacinado 24 horas en el módulo más tenebroso puede suceder de un día para el otro por obra del azar. comcar
Mamá, no me dejes solo», sollozaba Guzmán la noche que rapiñó ocho ómnibus en El Pinar. «Mamá, trancame la puerta, encerrame, no me dejes salir», le pedía unos días antes de sucumbir a la tentación de la pasta base y probarse por primera vez como delincuente. «Mamá, intername, esto no me sirve», le había dicho tiempo atrás, cuando su adicción era bestial y la ayuda que le daba el psiquiatra, insignificante.
Ahora Guzmán espera a su mamá en el Comcar, desde un rincón del galpón donde se reciben las visitas de los presos del módulo ocho. La lluvia de varias horas se coló por todos lados, el piso está embarrado y la humedad potencia el olor a encierro. Las 15 mesas de hormigón gentilmente vestidas con manteles floreados para los cerca de 60 visitantes están ocupadas, así que el resto se acomoda en el suelo sobre frazadas que después quedarán arruinadas. Hoy Guzmán le pide a su mamá cigarros, sábanas, un colchón, championes, medias. Lo que verdaderamente precisa es un poco de dignidad.
«¿Tocaste fondo? Más bajo que esto no podés caer. Esto es lo más hondo que vas a estar», le reprende su mamá, a lo que él ofrece una sonrisa conciliadora mientras con sus ojos dice que ya no insista, que entendió el mensaje.
Guzmán lleva un año en el Comcar, la cárcel en la que pagan por sus delitos unos 3.800 hombres, 34% de todos los presos de Uruguay. En el Comcar se registran los índices más altos de hacinamiento y violencia, y los más bajos de intervención técnica para la rehabilitación. Cada día hay cuatro heridos y en lo que va del año cuatro presos se suicidaron. Pero el fondo al que alude su madre lo conoció hace 15 días, cuando sin explicación lo trasladaron a él y a otros compañeros, del benévolo módulo seis al ocho. Ahí sí que se muere en vida.
Desde que lo cambiaron de módulo, Guzmán comparte un espacio de dos metros cuadrados con otros cinco hombres que prácticamente no salen de la celda. Ya no lo dejan trabajar, estudia solo cuando el guardia se dispone a acompañarlo a la clase, no sale al patio, no toma su medicación, come una vez por día, duerme cuatro horas, no tiene cama ni colchón.
La arbitrariedad con la que se ejecutó su traslado no es una rareza: más bien es «consecuencia de ciertos movimientos de escasa elaboración técnica que se hacen cada tanto sin contemplar el impacto en los internos», dice Juan Miguel Petit, el comisionado parlamentario que vela por los derechos humanos de los presos. «El director de una cárcel es como un médico con sus pacientes, un profesor con sus alumnos, un director técnico con sus jugadores: tiene que saber quién es quién. Pero si hay 3.800 internos, que entran y salen, ningún director puede saber. El manejo cotidiano se vuelve muy despersonalizado», agrega.
La historia de Guzmán es testimonio vivo de cómo la cárcel puede ser el enemigo más cruel de quien cometió un error y se dispone a pagar por ello. El suyo puede ser el relato de otros cientos de presos de características similares.
Colorín colorado.
Guzmán cayó un día de julio de 2016. Lo buscaban los de Investigaciones porque sospechaban que era autor del delito de moda en El Pinar, y luego de pasar por lo de su novia fueron a lo de su madre. Allí se encontraron a una mujer que había dado más de lo humanamente posible para encaminar a su hijo y que, a esa altura, solo anhelaba un poco de paz. Anotó el teléfono del policía y esperó. Cuando Guzmán se apareció golpeando la puerta en la noche oscura, le preguntó si había robado y él se lo negó. Le dijo que durante las 24 horas anteriores había caído en un sueño profundo en el que la realidad se había desvanecido y ahora solo quería quedarse en casa a salvo. Ella no le creyó y discó el número del oficial: «Venga, Guzmán está acá».
Aquel hombre de 25 años y 1,90 metros, el tercero de tres varones, había sido un problema desde chico. A los cuatro años la maestra no podía con él; era «inquieto, fatal, hiperactivo». La solución para esos niños hace 20 años era una buena dosis de ritalina. Así, sin la atención adecuada, su exceso de energía se transformó en mala conducta y luego en problemas de aprendizaje. A los ocho años empezó tratamiento psicológico y psiquiátrico en el hospital de la zona, pero las dificultades no cedían. Cuando terminó la escuela, sus padres entendieron que el liceo no era para él.
Hizo clases de cocina y dejó por la mitad por un conflicto con un compañero. Hizo clases de electricidad a disgusto, y tampoco terminó. Trabajó un tiempo en una fábrica de pastas, pero no duró. De adolescente pasaba horas jugando al fútbol con los amigos del barrio y peleando con sus padres. Se escapaba de su casa. A esa altura ya se atendía con un psiquiatra de adultos y tomaba cinco medicamentos para mantener a raya sus trastornos de conducta y ansiedad. Él le jura a su madre que solo fumaba marihuana. Ella le cree.
Para fines de 2015 Guzmán era un adicto pidiendo ayuda. Se internó en un centro privado durante dos meses y medio y salió peor, con más ganas de consumir. Igual de ansioso pero ahora, además, obsesivo con las rutinas y siempre al borde de la crisis. Tenía ganas de superarlo, dice su mamá, pero no pudo.
Y ella tampoco pudo más cuando lo vio escaparse por la ventana y recaer. Guzmán se quedaba noches enteras en la calle, volvía «pasado» y agresivo. Se descubrió a sí misma escondiendo hasta el monedero por miedo a su propio hijo. Alguna discusión terminó en «te vas de acá», y alguna vez el psiquiatra intervino diciendo que no era «conveniente» que él, en su estado, viviera «en situación de calle».
Un día todo terminó y el fin del calvario trajo consigo la ausencia. Guzmán ya no estaba. Su madre lloró en la cama durante cinco días y luego retomó su vida. Más tarde supo que, a pesar de que el juez y el fiscal habían recomendado recluirlo en un centro rehabilitador, la administración de cárceles lo había destinado al Comcar.
El psiquiatra intentó incidir. «Siempre expresó deseos de abandonar el consumo, lográndolo por períodos importantes. Siempre mostró deseos genuinos de recuperarse, cumpliendo con los tratamientos y concurriendo periódicamente a controles clínicos», escribió en una carta dirigida al Instituto Nacional de Rehabilitación (INR). Detalló que, antes de la adicción, se atendía por «síntomas de la esfera del humor y la afectividad», y lo describió como una persona con «vulnerabilidad psíquica y baja tolerancia a las frustraciones». «Por las características de Guzmán creo sumamente perjudicial que se encuentre detenido en el Comcar», remató.
Su padre se endeudó para contratar un abogado al que le pagó US$ 1.200 para que consiguiera traslado a un mejor centro penitenciario, pero eso no sucedió.
Dentro de lo peor, a Guzmán le tocó algo cercano a lo mejor. La Unidad de Ingreso, Diagnóstico y Derivación del INR lo derivó al módulo seis del Comcar, un sector de máxima confianza en el que los reclusos suelen tener años de encierro y ganarse con buena conducta la posibilidad de estudiar, trabajar y ver la luz del sol cada tanto. Tal vez la decisión fue en consideración a la historia de Guzmán y a las recomendaciones del psiquiatra. Tal vez no.
«De lo mejor que tenemos acá, un lujo, respetuoso, buenísimo, cero problema», lo elogiaba una encargada del módulo cuando su madre lo visitaba. Ella, todavía con el rencor en la piel, ironizaba: «Sí, es la madre Teresa de Calcuta».
Durante el año que estuvo en el módulo seis Guzmán no tuvo observaciones ni conflictos, trabajó como «vocero» —el que anuncia las visitas— y desde marzo le permitieron estudiar. El primer semestre del año cursó tres materias de primero de liceo que no aprobó porque los guardias no lo llevaron a dar los exámenes, pero al menos aquellas idas a la «comunidad educativa» le sacaban la cabeza del encierro y le permitieron conocer presos y personal de todo el Comcar.
El viernes 11 de agosto, tras una requisa, el jefe del módulo seis se apareció con una lista y empezó a llamar, recluso por recluso. Nombró a decenas. Guzmán estaba entre ellos. «Había muchos con comisión (trabajo) y estudio. Nos sacaron sin razón alguna, no nos dieron motivo», asegura. Un guardia lo condujo por las calles internas de esa ciudad que es el Comcar, y cuando descubrió a dónde lo estaban llevando, no pudo contenerse: «¿Al ocho me estás llevando, botón?». Seguramente ese «botón» le valió la sanción de interrumpirle las visitas dos semanas después. Quizás sí, quizás no. Ya se sabe: todo es demasiado arbitrario aquí como para sacar conclusiones certeras.
Se picó.
A la hora de las visitas hay dos reglas. Una: no se mira al visitante ajeno. Dos: las peleas se desencadenarán cuando el tiempo se esté terminando, de modo que todos hayan podido ver a sus familias. En ese mismo galpón, hace una semana, la visita «se picó». Empezaron a los cuchillazos y se evacuó el lugar. Eso en el seis no pasaba.
«Todos o casi todos los hombres acá están armados con cortes carcelarios —afirma Guzmán, y eso obviamente lo incluye. Si se pica, yo tengo que cuidarlas a ustedes dos. No puedo dejar que les pase nada».
En el módulo seis el patio es abierto, se juega al fútbol, hay actividades. En el ocho, en cambio, el patio es un piso de hormigón con un techo de chapa que impide ver la luz del sol. Solo se puede salir los viernes, y los que van saben que hay más riesgo de terminar herido que ileso. Casi siempre hay pelea. De hecho, en la celda de Guzmán hay uno que hace un par de semanas bajó al patio y salió con tres puñaladas en cuello, brazo y tórax. Estuvo grave, pero a los pocos días ya estaba de vuelta en el Comcar. Guzmán cuenta que está muy dolorido. Le concedieron una de las dos camas que hay en la celda.
Otro de sus compañeros debe plata por drogas y hace días que está anunciando que va a tener que bajar al patio, que no le va a quedar otra que enfrentar de esa forma su deuda. El más «viejo» de la celda tiene 40 años y está en huelga de hambre para que lo saquen del módulo ocho. Guzmán se ocupó de escribir una «solicitud» para que los guardias estén al tanto. Allí todo se comunica por escrito y con un encabezado de manual: «Señor encargado, con el debido respeto que usted se merece…». Eso lo aprendió en el seis, y acá, en el ocho, es el único capaz de hacerlo.
La comida del ocho es la peor del Comcar. Alguna vez ha tenido que resignar dignidad por pura hambre. Del famoso «rancho» —una olla con un líquido amarillo intenso, pedazos de chancho, algún fideo recocido, alguna verdura— sacan lo sólido, lo hacen «tortilla», le ponen sal y condimento. Cada tanto les dan polenta. Cocinar antes era cosa diaria, pero ahora es casi un lujo porque no hay espacio. Además, requiere ciertas nociones de electricidad, porque lo hacen con una resistencia que introducen en el surco de una piedra para protegerse de las patadas. En cualquier momento, un guardia puede «requisarla» para transarla con los mismos presos.
En el módulo ocho Guzmán piensa mucho. Piensa en lastimarse, piensa en su madre, en su padre, en sus hermanos. Piensa en la calle. A veces se angustia. Ahí adentro, al estado de desolación le llaman «estar en cana». Cuando se repone se concentra en buscar una forma de salir.
(EL PAIS)

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