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domingo, 11 de mayo de 2025
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Empieza el año Beethoven: un aniversario heroico

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La Bundeskunsthalle de Bonn dedica una exposición al compositor alemán que sirve de arranque simbólico de la avalancha de celebraciones con motivo del 250º aniversario de su nacimiento
«¡Pero ahora me aferra el destino! ¡Que no me hunda en el polvo, inactivo y sin gloria, sino que concluya antes algo grande, de lo que habrán de oír también las generaciones futuras!». Beethoven copió, escandidos, estos versos que Homero pone en boca de Héctor en la Ilíada (traducidos al alemán por Johann Heinrich Voss) en una suerte de diario o memorando que escribió de forma intermitente entre 1812 y 1818. Se identificaba, sin duda, con el príncipe troyano y la escansión denota que se planteó poner música a sus palabras: también él quería ser un héroe cuyas proezas fueran cantadas por la posteridad. El manuscrito original del diario se ha perdido, y por eso no puede formar parte de la gran exposición de Bonn, pero se conservan cuatro copias —una de ellas realizada por Anton Gräffer pocas semanas después de la muerte del músico— que nos permiten conocer el contenido de sus 171 entradas, que van de lo banal a lo trascendente, de citas de sus escritores más admirados a reflexiones de carácter filosófico, religioso o musical.descarga
Los deseos de Beethoven han acabado cumpliéndose con creces, no solo porque su música pervive, se conoce, se admira y se interpreta más quizá que la de ningún otro compositor, sino también porque la posteridad decidió adornarlo desde muy pronto con ribetes heroicos. Él puso las simientes, desde luego: una sinfonía que la primera edición calificaba de Heroica, músicas incidentales inspiradas por héroes clásicos (Prometeo) o modernos (Egmont), una pareja (Leonora y Florestán) que lucha valientemente contra el opresor en su única ópera (Fidelio) u obras, como la Quinta Sinfonía, sin programa ni alusiones extramusicales, que pueden reducirse en esencia a una secuencia de adversidad, lucha y triunfo.
Pero Beethoven no fue un héroe teórico en medio de la nada: fue un espectador en primera línea de las convulsiones de su tiempo, zarandeado por guerras incesantes, desde la privilegiada atalaya de Viena y sus vivencias dejaron una huella inesquivable en sus obras. Quizá por ello la exposición que inició el domingo su andadura en la Bundeskunsthalle, el gran museo federal de Bonn que se yergue en una larga avenida que va rebautizándose sucesivamente con cuatro nombres que compendian la reciente historia alemana (Friedrich Ebert, Konrad Adenauer, Willy Brandt y Helmut Kohl), se titula simplemente con el apellido del compositor seguido de tres sustantivos: mundo, ciudadano y música. Beethoven está muy lejos de ser un notario de su época, pero parte de su música sí que es hija de aquella Europa convulsa marcada por la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas y el Congreso de Viena y sus secuelas ideológicas y políticas. De todo ello encontramos reflejos, más o menos explícitos, en el catálogo beethoveniano.
Apoyada en el piano, la trompetilla le ayudaba al transmitir las vibraciones del instrumento
El comisariado de la exposición ha corrido a cargo de una historiadora del arte (Agnieszka Luliñska) y una musicóloga (Julia Ronge), ambas conservadoras en la Bundeskunsthalle y la Beethoven-Haus, lo que ha garantizado un equilibrio entre los contenidos artísticos, sociológicos y estrictamente musicales. Muy cerca de los objetos expuestos que guardan relación con Egmont y Fidelio, por ejemplo, se ha acotado un pequeño espacio cerrado en el que cuelgan veinte de los Desastres de la guerra de Goya, prestados por la Fundación Juan March de Madrid y presididos en la pared central por el sencillo y elocuente rótulo —que lo es a su vez de uno de los aguafuertes— Yo lo vi. El gesto denota no solo un doble guiño a la ambientación española de la ópera y al conflicto de los Países Bajos en tiempos de Felipe II, sino también un deseo de hermanar a los dos genios quizá más iconoclastas y visionarios de su tiempo, que nunca se conocieron pero a quienes tantas semejanzas los emparentan. Cuando, más adelante, la exposición se detiene en La victoria de Wellington (música mediocre, pero extremadamente rentable para Beethoven) o incluso en la Novena Sinfonía y la Missa Solemnis (en ambas la música bélica y los aires marciales se cuelan de rondón en el último movimiento y en el Agnus Dei, respectivamente), resurge el espectro del «enemigo francés», de las víctimas civiles, de las guerras seculares entre seres humanos, y nuestra mirada, nuestra percepción, son ya para entonces, inevitablemente, las de Goya. Y no podemos olvidar que, como habitante de la Viena asediada por Napoleón, las escenas de destrucción y de soldados mutilados por las bombas, de “aniquilación de los valores civiles” (como escribe Luliñska), debieron de ser tristemente habituales para Beethoven.
La exposición se articula en cinco grandes apartados, ordenados cronológicamente. El primero (1770-1792) documenta los años pasados en Bonn, su ciudad natal. Impresiona especialmente leer un memorando de 1784 sobre los miembros de la capilla de la corte, en la que cantaba como tenor el padre del compositor, Johan, que aparece descrito como «de voz muy gastada» («ganz abständige stimm») y, lo que llama más la atención en un documento de este tipo, como «muy pobre» («sehr arm»). En una entrada posterior se anota cómo Ludwig, su hijo, sustituye habitualmente al organista en ausencia del titular, sin ser remunerado por ello. Lo califica de músico capaz, «aún joven» y, de nuevo, «pobre». Ocho años después, y gracias exclusivamente a su talento, Beethoven viajaría a Viena para, como escribió el conde Waldstein en el liber amicorum con que lo obsequiaron y despidieron sus allegados, «gracias a una diligencia ininterrumpida, recibir el espíritu de Mozart», fallecido menos de un año antes, «de manos de Haydn».
El segundo bloque se abre con su llegada a la capital del imperio austrohúngaro y se cierra en 1801, en la antesala misma de lo que suele conocerse como el período «heroico» del compositor. Beethoven estudia (poco) con Haydn y (mucho más) con Johann Georg Albrechtsberger, publica sus primeras obras y empieza a hacerse rápidamente un nombre como pianista y como compositor. Un mapa nos permite ver las diferentes casas en las que vivió en Viena, hasta veintiuna en total, algunas modestas, otras palacios de sus protectores aristócratas. Beethoven buscó siempre la cercanía y el respaldo económico de estos últimos (los príncipes Kinsky y Lobkowitz y uno de sus mejores amigos, el archiduque Rodolfo, hermano del emperador, le asignaron una renta anual a partir de 1809 a cambio únicamente de que permaneciera en Viena), por más que algunos representaran valores muy diferentes a los que él defendía. E incluso al final de su vida, cuando ya era el compositor más famoso de Europa, envió cartas firmadas personalmente a la mayoría de las casas reales del continente, que eran cualquier cosa menos paradigmas de los principios igualitarios, humanistas y democráticos que él profesaba, para que se suscribieran a la edición de su recién compuesta Missa Solemnis, por la que sentía una comprensible y especial devoción, hasta el punto de considerarla su magnum opus.
Entre 1802 y 1812 —el ecuador de la exposición— Beethoven se consagra no ya como un sucesor de Haydn y Mozart, sino como un profundo innovador de todos los géneros musicales que cultiva. Como en el resto de los bloques, una isla central permite escuchar varias obras claves de este período: en este caso, el cuarteto en forma de canon del primer acto de Fidelio, la marcha fúnebre de la Sinfonía «Heroica» y la obertura de Egmont. El héroe empieza a desvelar unos rasgos inequívocos, utilizados profusamente por la historiografía posterior para mitologizar al compositor. Pero son también años de intenso sufrimiento físico y psíquico, como muestra el documento conocido como Testamento de Heiligenstadt, escrito en 1802 y cuyo original puede leerse en Bonn en su integridad. Teñido de premoniciones suicidas como consecuencia de los primeros síntomas de la sordera que, lejos de remitir, no dejaron de acentuarse, está dirigido a sus dos hermanos, aunque los destinatarios somos, en realidad, todos nosotros, sus coetáneos y esas «generaciones futuras» a las que apelaba el Héctor de la Ilíada. La propia «Providencia» aparece incluso mencionada al final como su verdadera interlocutora.
Las escenas de destrucción y de soldados mutilados por las bombas debieron de ser habituales en Viena
Beethoven superó la crisis, pero la enfermedad, ese «demonio envidioso», siguió acechándolo implacablemente durante toda su vida, como muestra gráficamente un panel de la exposición. «Estoy (…) casi constantemente enfermo», escribe en 1813. Jaquecas frecuentes, dolencias pulmonares, reumatismo, gota, pérdida de visión, neumonía, ictericia, diarrea crónica, cólicos, ascitis o la cirrosis que acabó con su vida en 1827 dan cuenta de una vida plagada por el dolor. Dos años antes de su muerte admitía sin ambages que «difícilmente podrán ya recuperarse mi naturaleza y mis fuerzas». Nada fue, sin embargo, tan lacerante como la sordera, el enemigo mortal de un músico, casi total en su edad madura. Ver la trompetilla que se colgaba a regañadientes de la cabeza —un artilugio al que, por sus enormes dimensiones, parece cuadrarle mucho más un aumentativo que un diminutivo— e imaginarlo intentando percibir con ella resquicios de sonido genera desazón. Apoyada en el piano, le ayudaba a escuchar no solo auditiva, sino también corporalmente, transmitiéndole las vibraciones del instrumento.

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