Policía retirado, nacido en 1965, Miguel Chilosi Garcilazo desde hace muchos años escribe cuentos. Ahora decidió reunir un conjunto de ellos en el libro “El puma, la olla y la gringa”, que según dijo a EL PUEBLO, en breve presentará públicamente. Aquí el de la página 37:

LA OLLA
Muchas leguas separaban la casa donde vivía mi Abuela Francisca, de algún centro poblado. Y, para trasladarse ella, mi madre y mi tía Chana, tenían que desplazarse en un Sulky; esto es un pequeño carruaje, que permitía el uso, para dos o tres pasajeros, utilizado como medio de transporte de una familia en zonas rurales en las cuales había que desplazarse en largas distancia, era por lo general tirado por un solo caballo.
O para tomar un tren, que, las trasladara hacia la ciudad de Salto, tenía que ir hasta la Parada Arapey. En este lugar se detenía el tren para bajar alguna encomienda, o subir o bajar algún pasajero. Parada Arapey, esta constaba de un edificio de techo de chapa. Al frente un depósito. Una boletería y una sala de espera. Tenía un alero en la parte de adelante. En la parte de atrás tenía habitaciones que posibilitaba que el jefe de la Parada, o estación viviera con su familia. Al costado de la vía principal había otra paralela de auxilio que servía para dejar algún vagón u otro tren esperaba que pasara otro similar. También un trecho de vía que terminaba en un embarcadero de madera que servía para cargar el ganado en los vagones de transporte del ferrocarril.
Al norte de esta Parada se encontraba el majestuoso puente de hierro, construido por los ingleses que permitía el paso del ferrocarril por encima del Río Arapey. Al otro lado del puente se encontraba la Estación de Termas de Arapey, (Arapeí dice mi madre que se debe de pronunciar) lugar Turístico del Departamento de Salto.
Eran pocas las veces que la abuela se trasladaba a la ciudad de Salto para algún trámite, distante unos ochenta kilómetros de la Parada Arapey, pero cuando lo hacía tenía que embarcarse en algún tren que pasara temprano para volver en el día en otro que viniera de la ciudad, el recorrido le demoraba una hora, tanto la ida como el regreso.
Mientras ella viajaba, mi madre con mi tía Chana se quedaban en la Parada Arapey, donde tenían como amigas a las hijas del jefe de Estación, allí, almorzaban con ellas, también compartían los juegos. Está demás decir que cada vez que la Abuela Francisca tenía que ir a la ciudad por algún motivo, era motivo de regocijo para ellas, dado que compartir juegos con las dos niñas que vivían en la Estación, era un hermoso momento.
Cuando regresaba la Abuela, al bajarse del tren, ellas la ayudaban con los bolsos que ella traía que por lo general eran un surtido de comestibles, dado que en la zona no había un lugar cerca para adquirir los mismos. Enseguida mi madre con mi tía Chana, procedían a enganchar el caballo al Sulky, y prácticamente tenían que salir, enseguida, para salvar la distancia que los separaba de la Estación, hasta la casa de la Abuela. Unos quince kilómetros, y llegaban a destino con las estrellas titilando en el cielo. Se despidieron mi madre y mi tía de las niñas de la Estación con gran algarabía con promesas de que pronto regresarían, mientras la Abuela las apuraba con el clásico:
-Vamos de una vez gurisas, que ya está anocheciendo.
Lógicamente que el camino lo conocían de memoria y el caballo que seguía el curso lo sabía de memoria también y casi que no era necesario guiarlo, solamente ir atentos a que no se desviara. Todavía se percibía algo, dado que recién la noche iba llegando. Ver el cielo estrellado, la vía láctea que se iba pintando, allá arriba, era algo hermoso. Iban entretenidas observando el cielo, imaginándose a los ángeles, a los duendes, mientras que sólo se escuchaba el trote del caballo en la serenidad de la noche que se avecinaba, de repente y cuando faltarían unos cinco kilómetros para llegar vieron aquella luz, como un reflejo, centelleante.
-¿Mamá, vistes eso? -le dijo mi madre, al unísono lo decía mi tía Chana-. Es una luz, allí en el campo de los Silva, cerca de las palmeras.
La abuela Francisca, trató de restarle importancia. -Hmm es sólo un reflejo -dijo tratando de restarle importancia para que no hicieran caso
Cuando llegan a la casa, la Abuela tuvo que decirles a sus hijas que entraran ya que se quedaron mirando hacia el lugar de donde supuestamente salió una luz.
Esa noche, me contaba mi madre que la Abuela Francisca, les tuvo que decir que se callaran y durmieran, dado que las hermanas especulaban con lo que podía ser el tema de la luz que habían visto cuando hacían el recorrido de regreso desde la Estación, hasta la casa de su madre.
Al otro día, se levantaron, hicieron los quehaceres, recorrieron el campo a caballo como siempre, pero el tema era la luz.
Al llegar la nochecita, mi madre y mi tía, se ubicaron a un costado de la casa, mirando hacia la zona que percibieron el reflejo la noche anterior, es decir hacia la zona de las palmeras. La noche estaba oscura, las estrellas titilaban en el cielo, silencio en el campo. Ya estaban por ingresar a la casa, dado que la Abuela Francisca las llamaba para acostarse, cuando la tía Chana, grita:
-Mama, la luz otra vez.
Mi madre que había girado para entrar, se da vuelta y alcanza a ver un resplandor. Sale la Abuela y al no ver nada, les dice que entren, que se dejen de imaginar cosas. Es así que la Tía Chana y mi madre, le dicen a su madre:
-Mamá, ¿no habrá algún tesoro escondido o alguna olla enterrada entre las palmeras? -preguntó mi mamá.
-¿Y si mañana vamos a mirar? -acotó la tía Chana.
A lo que la Abuela, sonriente les contestó: -Dejen de soñar despiertas y acuéstense que hay que levantarse temprano.
Esa noche, no hablaron, pero les costó dormir, pensando en lo que le habían dicho a la Abuela Francisca.
Al otro día, se levantaron temprano, ordeñaron, saliendo a caballo por el campo, y regresaron con el propósito de convencer a su madre para ir al lugar.
En la media tarde luego de hablar con la Abuela Francisca, se deciden a ir con ella hasta la zona de las palmeras, ubicadas a unos tres kilómetros de la casa, dentro del campo del vecino Silva. Corriendo se adelantan mi madre y mi tía, más atrás, la Abuela Francisca. Enseguida, mi madre le grita a la abuela.
-Mamá, aquí hubo gente, y desenterraron algo, está recién hecho este pozo, y hay restos de una pieza de hierro, como que hubiese sido una olla.
Cuando llega al lugar la Abuela, no tiene más remedio que darles la razón a sus hijas.
-Es verdad, había una olla enterrada, y quien sabe si tenía oro o libras esterlinas. El que la encontró no está más por acá.