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jueves, 3 de julio de 2025
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El barbero que cortaba el pelo con vidrios de botellas

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Diario EL PUEBLO digital
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La literatura se alimenta de realidad, siempre. De ella se nutre quien escribe, para después transformarla agregándole elementos propios de la ficción. A veces, también ocurre a la inversa, al menos existimos quienes nos animamos a sostenerlo y aún a demostrarlo, pero eso es otro tema. Surge esta reflexión a partir de lo que comentaba Juan Carlos Silveira, en el Informe Semanal de EL PUEBLO del pasado domingo, acerca de un peluquero, en Salto y hace muchos años, que cortaba el pelo con vidrios de botellas. La anécdota nos remitió de inmediato a un cuento, titulado “Un camino rojo”, que la Revisa Ámsterdam Sur publicó hace unos dos años (Número 4 Invierno – Primavera 2017). Veamos primero la anécdota que narraba Silveira y luego el cuento:
CON EL FILO DE LA BOTELLABARBERÍA
“En ese tiempo llegó a Salto un peluquero que no recuerdo en este momento de dónde venía ni su nombre, que se instaló frente a Universitario, llegando a la esquina, en la vereda de enfrente, en un garagecito. Este hombre, de tez morena sin llegar a negro, tenía un dominio espectacular de la navaja. Un día me contratan para amplificar unos espectáculos en una boite que se llamó El Sótano, porque este barbero iba a hacer una demostración de corte de cabello de una manera muy particular mientras unos hacían striptease. Estaba lleno. Su demostración consistía en agarrar una botella, romperla en el suelo, y con la parte filosa de lo que quedaba, hacía el corte de cabello con modelos que conseguía ahí mismo. Era algo increíble el tipo cortando el pelo con pedazos de botella. Fue lo más comentado en Salto. Muchos tienen prurito en comentarlo, pero estoy seguro que muchos salteños fueron, porque fue un show muy vistoso”.
UN CAMINO ROJO
Era casi mediodía cuando el muchacho entró y preguntó por el dueño del bar.
Llamaba la atención la flacura, la ropa muy sucia y grandísima, como si no fuera suya, y la dificultad con que hablaba, con una respiración ruidosa, como si le faltara el aire, ahogado.
– Ya viene, anda por ahí adentro, le dijo Jacinto, que acababa de romper una botella contra el suelo y con un pedazo grande de vidrio empezaba a cortarle el pelo al Indio Pérez, prácticamente su único cliente, siempre borracho como él, con quien compartía casi todo el día en una mesita redonda, jugando al ajedrez y tomando grappa. Jacinto tenía instalada su peluquería en un rincón del bar, contra el ventanal.
– Quería pedirle para dejar esta bolsa aquí, un rato nomás, mientras hago unos mandados, explicó el muchacho.
– Sí, déjela por ahí, gritó Leopoldo desde adentro.
Pero la noche ya estaba avanzada y la bolsa seguía tirada en el suelo. Y en el bar siempre había más noche aún, porque tenía una luz amarilla miserable.
La bolsa era de nailon negro, atada arriba con una cinta fina. De pronto Jacinto se quedó mirándola y dijo: se mueve, esa cosa se mueve, se va arrastrando. Los demás se reían y Leopoldo bromeaba: a esta hora para vos todo se mueve y se ve doble, ¡con lo que tomaste!.
-Es cierto, la bolsa se arrastra, dijo el Indio Pérez, debe ser el viento.
Pero Jacinto, que estaba inmóvil y con los ojos saltados, fijos en la bolsa de nailon, se acercó y la abrió. Saltó de adentro un perro que realmente impresionaba: era de color marrón claro y casi no tenía forma de nada; la cabeza enorme con relación al tamaño del cuerpo, bastante menudo; y los ojos rojos, muy rojos, brillantes, llenos de sangre; tenía una de las patas delanteras más larga que las otras y quebrada en tres o cuatro partes; de la boca le manaba una baba espesa y abundante que en muy poco rato cubrió buena parte del piso.
Leopoldo ya no habló. Tosió un par de veces, se llevó las manos al pecho y cayó muerto, o murió unos minutos después en el medio de aquel charco de baba.
El Indio Pérez salió corriendo, tropezó en el escalón del frente y dio con la nariz en el filo del marco de la puerta, sangraba mucho, pero se levantó y siguió corriendo, fue dejando un camino rojo.
Jacinto temblaba, sentía un sudor frío y la mente se le vaciaba con una sensación de mareo muy distinto al habitual de la borrachera. Seguía parado fijo en el mismo lugar, pero después empezó a dar vueltas por todo el salón atrás de los ojos rojos que iban y venían de un rincón a otro.
El perro se le escapaba entre las sillas, saltaba al mostrador, a las mesas, olfateaba el cuerpo del hombre muerto. Era una bola de arena que se escabullía por todos lados.
Por momentos, Jacinto se tiraba al suelo y creía atraparlo pero sólo agarraba y apretaba pedazos de vidrio que andaban por ahí tirados; las manos le sangraban, chorreaban sangre.
Pero al fin lo agarró. Al principio parecía que se le diluía entre los dedos, como agua. Y de pronto se quedó manso, bien quieto en sus manos. Se miraron con ternura.
El hombre se sentó, cansadísimo. El perro se dejaba acariciar. Seguían mirándose a los ojos. El hombre empezó a reírse, se reía muchísimo. Suavemente colocó al animal en la bolsa de nailon negro. Se quitó la ropa y se vistió con la del muerto, que estaba un poco más limpia aunque le quedaba algo grande.
Salió con la bolsa bajo el brazo, respiraba con dificultad, caminaba despacio, como sin fuerzas.
Entró en un bar que estaba en la otra cuadra y con el último hilo de voz que le quedaba preguntó por el dueño.
J.P.

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