Esta columna iba a ser diferente.
Yo creía que tenía un pensamiento formado sobre las infancias. Pero vino alguien y me movió la estantería. Sacó polvo de ideas que yo sentía actuales, pero que, miradas de cerca, eran apenas una repetición pulida de lo que ya escuchamos mil veces.
Todo lo que había reformulado ahora toma otra forma.
¿Qué pasa si dejamos de pensar a las infancias como un proyecto a futuro y las miramos desde su presente? Desde su niñez, desde su inocencia, desde ese momento irrepetible.
Porque si algo aprendí es que los niños no son el futuro. Cuando llegue ese futuro, ya no van a ser niños. Son el presente.
Las necesidades, los vínculos, los ejemplos que damos, lo que ellos absorben: todo ocurre ahora. Pero también ocurre ahora la falta de acceso, las desigualdades, la urgencia de derechos que no pueden seguir esperando.
Una infancia no se pone en pausa, no se recupera después. Es ahora.
Y como así es, digo: si tuviéramos siempre la disposición y la escucha para dejar que alguien venga y nos desacomode una idea, podríamos construir pensamientos más profundos.
Tal vez no se trata de inventar nuevas ideas, sino de mirar de nuevo. De corrernos apenas, para que entre otra luz.
¿Y si en vez de formar a los niños para el futuro, nos dejamos transformar por su presente?
