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domingo, 8 de junio de 2025
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Delmira: una adelantada… hasta en morir

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Diario EL PUEBLO digital
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El pasado lunes se cumplieron 116 años de su trágica y temprana muerte. Estaba por cumplir recién 28 años cuando la mató de un balazo su ex esposo, con quien seguía teniendo furtivos encuentros amorosos. Delmira Agustina fue una poeta que rompió todos los esquemas posibles de aquella sociedad montevideana de alrededor de 1900. Fue de las primeras mujeres uruguayas que se animó a «hacer literatura» libremente, y a escribir poemas de amor, y de amor erótico, tremenda y audaz aventura para una época en que estas cuestiones, como la política y otras tantas, eran «cosa de hombres». Como si fuera poco, en un tiempo de matrimonios «unidos hasta la muerte», el suyo fue el primer matrimonio que hizo uso de la ley del divorcio. Se animó a frecuentar cafés y cenáculos con personajes para nada bien vistos, sino más bien, vistos con desconfianza por sus excéntricas vidas, bohemios que constituían un mal ejemplo para la juventud y que, sin embargo, hoy sus nombres llenan el país en calles, avenidas, parques, bibliotecas, centros de enseñanza. Delmira nació y murió en Montevideo: 24 de octubre de 1886 – 6 de julio de 1914. Le bastaron tan solo «El libro blanco» (1907) y «Cantos de la mañana» (1910), más alguna otra obra publicada póstumamente, para consagrarse como una de las mayores poetas nacidas en estas tierras.
EL PUEBLO la recuerda hoy con estas palabras escritas por el crítico literario, poeta y docente Gerardo Ciancio: «…Más allá de las peripecias y desdichas que informa su biografía varias veces narrada, particularmente los pormenores de su muerte (asesinada por su ex esposo y amante clandestino), su producción poética nos mueve al asombro. Delmira fue una transgresora del paradigma vigente en el novecientos: ella construyó un mito en torno a la figura de la poeta «moderna». Delmira erotizó el lenguaje poético desde el lugar de enunciación de la mujer; «sensualizó» el arte verbal, desplegando una escritura «húmeda» con trazas de género claras y consolidadas, con volutas art nouveau que se expanden rizomáticamente y promueven una nueva manera de hacer poesía, de asumir la sexualidad, de enunciarla, estatuirla poéticamente desde una voz de mujer y desde una concepción femenina del beso, del orgasmo, del éxtasis, del abrazo, de la cadena de sensaciones y percepciones que el hecho sexual en sí despliega y desata. Por otra parte, es interesante observar cómo a partir del personaje histórico, de la elaboración del personaje generada en el imaginario colectivo así como de su escritura poética, las voces de diferentes familiares, lectores, amigos, poetas y críticos, han ido elaborando la más diversa serie de calificativos, epítetos y designaciones de Delmira, muchas veces cargadas de prejuicios, lecturas equívocas o meras repeticiones de una tradición secular que «colaboró» en la construcción de su (s) imagen (es). Es así que la autora de Los cálices vacíos fue un «ángel encarnado», «una niña prodigio», «la Nena», «una niña mimosa», «una candorosa niña», una «niña milagrosa», una «niña bella», una «niña alucinada», una «virgencita de carne»; o bien una «ninfómana», «hierática», «histérica», «neurasténica», «hiperestésica», «pitonisa», «esquizofrénica»; o una mujer «vampiresca», «sadomasoquista», «claustrofóbica», la «femme fatale» del despuntar del siglo, Salomé; o, apelando a personajes de la ficción, el mito y la historia, Delmira fue Ofelia, Eva, Santa Teresa. Emir Rodríguez Monegal la define como una «rubia gordita y cursi», «pitonisa burguesa», «niña calenturienta» (huelga todo comentario). Lo cierto es que existió un proyecto estético consciente (e inconscientemente), que fue creciendo en Delmira: la construcción de una intelectual, de una firma autoral singular, del lugar de la escritura de mujer en un campo cultural logofalocéntrico. Delmira desestabiliza el staus quo, fisura un paradigma estético a sabiendas…».

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