Cecilia Cairo presentó renuncia a su cargo de Ministra de Viviendas, y su caso nos deja una reflexión, y una enseñanza a futuro a todo el sistema político:
ALGO SIN SENTIDO
“Defender lo indefendible” podría ser una de esas frases que, sin rodeos, desnudan una parte incómoda de nuestra vida política. En tiempos donde la transparencia se alza como estandarte de legitimidad, aferrarse con tozudez a excusas frágiles y argumentos insostenibles puede ser más que un error: puede convertirse en una peligrosa práctica cotidiana.
El caso de Cecilia Cairo, ministra de Vivienda renunciante del reciente gobierno de Orsi, ha generado un revuelo que trasciende lo anecdótico. No se trata solo de una deuda impositiva. Tampoco de si pagó o no pagó. Se trata de lo que representa: un desafío directo al principio ético que debería regir a todo funcionario público.
La reacción que suscitó la situación expone con crudeza una de las tensiones centrales del espacio político: la pulsión por proteger a los propios aun cuando los hechos son inapelables. Aparecen justificaciones que rozan lo absurdo, recursos retóricos que apelan a la biografía personal para suavizar omisiones sistemáticas. La falta deja de ser falta; el error se transforma en decisión. Se esfuma la autocrítica y se enarbola, en su lugar, una lealtad que distorsiona la responsabilidad.
LEALTADES PELIGROSAS
¿Hasta qué punto la fidelidad política puede justificar el silenciamiento de lo evidente? ¿Qué se pone en juego cuando se prefiere el relato a la verdad? Cuando quien ocupa un lugar de autoridad elige minimizar sus propias faltas —o las de los suyos—, lo que está en juego no es solo su reputación personal, sino la credibilidad de todo un proyecto político.
Porque no es menor que un gobierno que recién comienza —y que llegó al poder reivindicando la ética como eje rector— se vea enfrentado, a solo 45 días de asumir, a una situación que encierra contradicciones dolorosas. Cairo no es una figura menor. Es cercana, simbólica, y, para muchos, parte del corazón político de Orsi. Pero el problema no radica en su trayectoria, ni en sus convicciones, sino en su omisión. Por veinte años, acumuló deudas con el Estado que ella estaba administrando.
RECONOCER EL ERROR NO ES SUFICIENTE
Es cierto que la ex ministra reconoció su situación. Dijo que la regularizará. Pero lo hizo a medias. Apeló a circunstancias personales —dificultades económicas, responsabilidades familiares— que, sin duda, interpelan desde lo humano, pero no alcanzan a justificar su incumplimiento. Porque el estándar de exigencia para un funcionario público no es el mismo que para un ciudadano común. Porque, en definitiva, si el Estado le exige a la población que cumpla, debe predicar con el ejemplo.
Reconocer el error sin asumir plenamente la culpa es una forma de neutralizar el acto ético. Y cuando los defensores del gobierno replican con un reflejo tribal —señalando faltas ajenas, victimizando a Cairo, instalando teorías conspirativas—, el terreno del debate se torna estéril. Se banaliza la falta. Se invisibiliza la norma. Se ahonda la grieta.
LA PELIGROSA BANALIZACIÓN DE LA FALTA
En esta lógica, el debate ya no es técnico, ni jurídico, ni siquiera político. Es un terreno movedizo, ético, donde lo subjetivo parece querer imponerse a la ley. Es el “yo la conozco, es buena persona” como eximente moral. Pero las instituciones no se sostienen con percepciones personales, sino con hechos y responsabilidades claras.
La defensa sin matices que algunos dirigentes y militantes han esgrimido, en redes sociales y declaraciones públicas, recuerda a la metáfora futbolera: a alguien le sacan la amarilla y sus amigos insultan al árbitro. No importa la falta, importa la pertenencia. No importa la ley, importa quién la infringió.
ENTRE EL DESENCANTO Y LA OPORTUNIDAD
El mayor riesgo, quizás, es hipotecar la credibilidad del gobierno cuando todavía no ha tenido tiempo de construirla. Los famosos “cien días de luna de miel” parecen haberse esfumado antes de tiempo. Y el costo político no es solo interno: es simbólico. Porque cuando se promete un gobierno distinto, honesto, transparente, cada contradicción se magnifica. No solo porque expone una falla, sino porque rompe una promesa.
La oposición estaba decidida a llamar a sala a Cairo, el Frente Amplio, que no tiene mayoría en Diputados, se exponía a una interpelación que podría haberse convertido en un espectáculo incómodo. Y el silencio inicial del presidente Orsi, lejos de calmar las aguas, alimentó la incertidumbre.
UN PASO AL COSTADO
No está en discusión la valía personal o política de Cecilia Cairo. Pero sí su falta, su demora, su deuda. Y no se trata de una deuda cualquiera. Se trata de una deuda con el Estado. Y cuando una ministra asume en esas condiciones, por más capacidades que tenga, su autoridad queda condicionada desde el primer minuto.
A veces, el acto más valiente, el más coherente con una trayectoria de lucha y compromiso, es el retiro a tiempo. Si Cairo es la persona íntegra que tantos defienden, su renuncia no es una derrota, sino un gesto de dignidad. Un gesto que, además, puede salvarle al gobierno el bien más preciado en sus inicios: la confianza.
El paso al costado dado a regañadientes, pero, dado al fin, es un gesto, pero el sacudón fue grande y habrá que reacomodarse. Cairo tiene una banca en Diputados que la espera, la asumirá o no, de ella y del MPP depende.
Sea lo que sea, se verá como queda la imagen del gobierno, del país.
