Croniquillas del Maestro Luis”
Luis Carballo, maestro de profesión –ya jubilado- viene incesantemente editando librillos de poemas, y esta página cultural de EL PUEBLO siempre ha dado lugar para compartir parte de esas creaciones.
Ahora vuelve a sorprendernos con una nueva publicación, pero esta vez los versos quedan a un lado y dan lugar a breves crónicas, a las que llama “Croniquillas”, diminutivo que refleja no solo esa brevedad sino la carga afectiva hacia ellas.
Una vez más un libro suyo se edita firmado simplemente como “El Maestro Luis”. Una selección de estos relatos ofrece hoy esta página; antes sepamos que: “algunos corresponden a momentos de mi vida joven, otros, a etapas posteriores. Trato de que todos tengan algún enfoque jocoso, o gracioso, si así se quiere”, dice el autor.
Compensando
En realidad nunca se me había ocurrido vivir de la pesca. Pero sucedió. Cuando abandoné la Dirección de una escuela rural, y vine a un cargo de maestro ayudante, la retribución salarial descendió bruscamente.
Fue entonces que resolví incorporarme a la sacrificada hueste de los pescadores.
Como mi horario escolar era vespertino, empleaba las primeras horas del día en la icticultura. Salía de casa a eso de las 4, y recorría en moto unos 6 km hasta donde tenía mi chalana. Remaba un par de kms río arriba y soltaba mis boyas con carnada, las seguía, y cuando se hundían las perseguía. Así, durante meses, logré compensar diferencias de sueldos.
Agrego a esta crónica, que mi señora se encargaba de faenar los frutos del río, elaborar subproductos y venderlos. Como iba narrando, esta situación se extendió un buen tiempo, hasta que un día, Sonia, agotada de su labor de maestra, ama de casa y a la vez industrial de la pesca, expresó su sentir con una frase fatal: ¡ojalá que no pesque nada hoy! Crean o no, se terminó mi oficio de pescador. Fue una etapa interesante, y que recuerdo con satisfacción.

Don Yico
En esa escuela teníamos un vecino muy singular. A pesar de no mostrar rasgos culturales a destacar, demostraba con frecuencia su voluntad solidaria.
En ocasiones, obsequiaba carne para uso escolar. Otras veces, cuando se realizaban festivales benéficos, aportaba animales para organizar las cenas habituales.
A propósito, durante los bailes, se efectuaban remates, de tortas, postres, o algún regalo recibido ese día. Pues bien, nuestro homenajeado, a quien recordamos en esta crónica, remataba cada propuesta, y en forma inmediata, volvía a donarla. Era gracioso, porque cada vez que remataba, decía en tono totalmente convincente: “adono de nuevo”.
De esa forma, él mismo volvía a rematar y pagar lo que nuevamente se ponía en oferta. Así sucedía una, dos, tres o más veces.
En ocasiones, a cierta altura del baile, había que ayudarlo a subir al caballo, pero siempre se retiró con la mayor normalidad.
El Bus de la Carrera
No llegué a usufructuar los servicios de este transporte, auténticamente folclórico. Aclaro: el coche era un bólido del año 55, y se mantenía, en los años 80, en estado calamitoso. Aún así, era el principal medio de vida de su dueño.
Este señor, en esos años con sus jóvenes 70 pirulos era un mago de la mecánica. En efecto, toda falla que ocurriese en la marcha, era prontamente reparada por él.
La línea que realizaba este ómnibus era de un amplio recorrido, entre Salto y Rivera. Eso sí: demoraba entre dos y tres días en llegar. Por un lado el trayecto que realizaba era por caminos muy descuidados, pero además, ciertos hábitos del chofer, como su afición a la pesca, o un asadito a orillas de alguno de los arroyitos del camino, retardaban el viaje. Aún así, salía y llegaba, cueste lo que cueste.
Se cree que, al regreso de Rivera cargaba algunos recuerdos que compartía con sus conciudadanos.
Algunos colegas recordarán otras anécdotas graciosas.
La Calandria
Siempre he admirado las bellezas de la naturaleza. No obstante, en mis años de juventud, creo que actué muchas veces con ligereza.
En aquella escuela no teníamos heladera, y aún no se me había ocurrido construir una fiambrera, como logré confeccionar un tiempo después.
La carne que se llevaba para el comedor escolar la colgábamos en un gancho, en la galería. Resulta que siempre que dejábamos la carne allí, recibíamos la inoportuna visita de una calandria. Picoteaba la carne, arrancaba trozos y los volteaba.
La espanté muchas veces, pensando que habría comprendido que no era bienvenida. Al fin, tuve que recurrir a eliminar el mal de raíz. Poco después de ese avicidio, me dispuse a construir una fiambrera, lo cual me evitó otros malos momentos.
Me entristeció la desaparición de hermosos trinos matinales, que, tiempo después fueron suplidos por otras aves, aunque sonaban en mi memoria como un reproche.
Este sí…
En mi recorrido por la zona rural tuve el gusto de conocer a un señor de personalidad muy particular. Me refiero a que por su manera de hablar, y de actuar, tenía características propias.
Una de las anécdotas que se narran de su vida es cuando explicaba a su empleada cuándo un vaquero estaba “a punto” para ser lavado.
Elegía uno, lo extendía, lo apoyaba en el suelo y lo soltaba: si se caía, según decía, todavía podía usarse otro poco. Repetía el procedimiento con otros, y solo cuando un vaquero quedaba “parado” decía: este sí, está para lavar.
Existen otras historias que aluden al manejo de la economía familiar, que también son atribuidas a este señor, y que tal vez narraré más adelante.
