Mario Delgado Aparaín (Florida, 1949) se encuentra en un período feliz de su vida, luego de superar una grave enfermedad de las que muchos no escapan. En el plano literario la novela Alivio de luto, publicada en 1989, acaba de ser reeditada y se proyecta filmar una película basada en ella. Es autor de varios libros de cuentos como Causa de buena muerte (1982) o La leyenda del Fabulosísimo Cappi y otras historias (1999), así como de exitosas novelas entre las que se encuentran La balada de Johnny Sosa (1987) o No robarás las botas de los muertos (2003), y ganador de premios y distinciones nacionales e internacionales. Aceptó hablar, ente otros temas, de sus orígenes como escritor, su obra, la literatura, el cine y sobre este momento donde disfruta cada minuto la sensación de estar sano al tiempo que intenta ser un hombre «un poco más bueno».
MONTEVIDEO Y SU GENTE.
—¿Recordás el momento en que quisiste ser escritor?
—En 1974 me tuve que ir de Uruguay por la dictadura. Fui a Buenos Aires y viví en una pensión de inmigrantes y exiliados ubicada en la Avenida Corrientes y Acuña de Figueroa. La pensión se llamaba «Mi noche triste» y difícilmente se le podría haber puesto un nombre más adecuado. Nos reuníamos de noche con otros inquilinos que eran de varios lugares del mundo. En esas reuniones se contaban historias del lugar del que cada uno venía. Había algunos uruguayos pero los relatos de nuestro país siempre eran sobre Montevideo, algo que no me sorprendía. Las publicaciones sobre Uruguay de aquella época hablaban de un país afrancesado, de espaldas a Latinoamérica y sin comunicación con sus países limítrofes. Esa visión olvidaba al interior. Un día le dije a mi amigo Carlos Maggi que su libro El Uruguay y su gente (1963) se podría llamar «Montevideo y su gente». La realidad del campo y del interior, donde yo había crecido, era diferente. En aquellas noches tristes de pensión, comencé a entender que había vivido historias que valían la pena ser contadas para escaparle al olvido.
—Gabriel García Márquez decía que la ficción no es otra cosa que realidad reciclada.
—Es cierto. Deseaba rescatar esas situaciones, esos personajes que conocí, pero quería contar sus historias a través de mi imaginación, utilizándolas como punto de partida. Como hizo Malcolm Lowry en Bajo el volcán (1947) que transformó personajes reales en magníficos borrachos de ficción. No quería que esas historias se perdieran y fueran olvidadas o contadas por alguien que realmente no las vivió. Siempre vuelvo a una frase de Guimarães Rosa que resume lo que pienso: «escribir es un acto de resistencia». De resistencia al olvido, de resistencia a la falta de identidad y también de resistencia a la alienación. Por eso escribir siempre es resistir.
—Una cosa es querer escribir, querer contar, y otra tener las herramientas para hacerlo. ¿Quiénes fueron tus maestros, los que te mostraron el camino?
—Mucho antes de mi vida en Buenos Aires —yo tendría catorce o quince años— me crucé por primera vez con un escritor de carne y hueso. Me refiero a Milton Fornaro. Lo conocí en Minas. Lo primero que sentí fue sorpresa al ver que alguien se tomaba el oficio de escribir como un trabajo en serio. Para mí, trabajo era ordeñar las vacas en el campo. Verlo con su máquina de escribir, aquel papel prensa con un olor crudo tan particular, su biblioteca hecha de tablones en la pared, fue todo un descubrimiento que me hizo comenzar a entender lo maravilloso de ese oficio. Una de las primeras frases que me dijo fue «¿Leíste algo de Hemingway? Tomá, leé». Así empecé a leer a varios autores de aquellas tierras del norte y a maravillarme con su técnica, con su capacidad para contar. A la vez tuve la inmensa fortuna de conocer a profesores relacionados con las hijas de Morosoli, Ana María y María Luz. A Juan José Morosoli no llegué a conocerlo pero sí a su entorno, a su esposa Luisa Lupi, a su familia, a su ambiente. Cuando lo leí descubrí que contaba tan bien lo que pasaba en un pueblo al sur de América Latina como lo hacía Faulkner cuando describía algún pueblo del sur de los Estados Unidos. Si me apurás te digo que Morosoli lo hace mejor. Me pasó lo mismo cuando leí a Horacio Quiroga y aprecié a un escritor enorme incluso de mayor estatura que el propio Edgar Allan Poe.
—¿Cuáles fueron las historias que te marcaron y quisiste contar?
—La infancia y la adolescencia es el sustrato donde se va a nutrir toda nuestra personalidad y era lógico que esas historias fantásticas, que viví y escuché, surgieran en ese período. Allá en el norte de nuestro país vivía en el campo y me crié entre negros. Esa es la razón por la que mis primeros relatos están poblados de negros. Cuando yo era pequeño, andaba por los nueve años, mi madre me prohibió volver a mi casa en las noches de tormenta por miedo a los rayos. Me quedaba en el rancho de la familia das Neves, una familia de negros muy pobres que cocinaban en el suelo con olla de tres patas. El abuelo de la familia, Braulio das Neves, era hijo de esclavos, tenía un físico imponente y una sonrisa luminosa a sus noventa y cuatro años. Don Braulio era el centro de aquél rancho. Nos contaba historias y nos hacía juguetes de madera —pistolas, hachas, cuchillos— en las que siempre grababa el número cuarenta y cuatro. En una de esas noches de tormenta, nos contó la historia de su abuelo que había sido un hombre libre mientras vivía en una aldea ubicada donde hoy se encuentra Angola, hasta que una mañana llegaron unos portugueses, ladrones de negros, y se llevaron a cuarenta y cuatro hombres, entre los que estaba su abuelo, para venderlos como esclavos. A los pocos días se empezaron a morir por tomar agua salada, o por escorbuto, o porque los mataban a palos. El abuelo de Braulio les silbaba canciones de la aldea para darles ánimo y para que no olvidaran su origen. Muchos años después se las silbaba a su nieto para que nunca olvidara esa historia. En las noches de tormenta que pasamos en ese rancho, don Braulio —que en cada juguete grababa el número de hombres libres que fueron robados por los portugueses— nos silbaba a nosotros esas mismas tonadas. En ese silbido se formaba un arco que se desplegaba sobre la música, abarcando doscientos años de historia. Experiencias que me marcaron y que, estoy seguro, les hubiera gustado vivir a gente como García Márquez o Rulfo para poder contarlas.
CUENTO Y NOVELA.
—¿Qué fue lo primero que escribiste, cuento o novela?
—Cuentos que nunca pensé publicar. En aquella pensión porteña había una compañera uruguaya, Graciela Crottogini —sobrina del Dr. Crottogini— que trabajaba en la revista Crisis, donde era secretaria de Eduardo Galeano. Ella había leído algunos de mis relatos y me propuso mandar uno a un concurso literario latinoamericano. Me tuvo que explicar cómo se hacía para enviar un cuento a una instancia como esa porque yo no tenía ni idea. «Cuento para madres negras» ganó el primer premio en ese concurso donde había más de trescientos relatos que competían y me abrió una segunda, e inesperada, puerta.
(Publicado por el suplemento Cultural del diario El País de Montevideo)