Socialismo Peñarol
Quizás el contrabajo aún esté en Trinidad, la ciudad de la montaña rodeada de selva; quizás suene grave en la noche tibia como sonaba diez años atrás cuando ocurrió el episodio que relato. En ese tiempo, necesité estar lejos de los bares montevideanos, de la orilla del Río de la Plata donde dejábamos las huellas de nuestros paseos; lejos de los veranos dorados y de la leve afonía de cantante de rock con que ella solía hablarme. Necesité olvidar también el Estadio Centenario, los malditos goles sobre el final, las cinco vueltas olímpicas que por cinco años consecutivos repudié desde la tribuna.
Como no supe escribir un tango por el amor perdido ni reconocer la superioridad, circunstancial, del tradicional rival, me fui de viaje. Un amigo me recomendó que visitara Cuba. «Allá cerrarán las heridas, las que dejó la mujer y la camiseta del bolsillo» pronosticó.
A pocas horas de bajar del avión estimé que la sugerencia había sido acertada. El azul del Caribe, la pujanza de la gente, los verdes que asaltan las veredas, comenzaron a diluir mis obsesiones. En círculos concéntricos recorrí La Habana en bicicleta, aunque, con el transcurso de los días, me incliné a pedalear por el malecón y el casco viejo de la ciudad. Hablé con la gente, escuché música en las plazas, me aburrí de las interminables discusiones sobre béisbol. Vi iglesias, ventanas, callejas azules que, según me explicaron, estaban construidas con adoquines que usaban los barcos para equilibrar la línea de flotación en las travesías por el Atlántico en la época de la Conquista.
Antes de cumplir la segunda semana de estadía, tomé una excursión hacia el interior de la isla. Éramos unos quince pasajeros. Anduvimos por Camaguey, Pinar del Río, Varadero, y llegamos a Trinidad, la ciudad rosada construida a principios del mil quinientos, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad.
A la tarde hicimos el primer paseo deslumbrados por la intensidad de los colores, la buena conservación de los edificios y la calidez de los pobladores que saludaban desde las puertas de sus casas. Entrada la noche, integré un pequeño grupo que se adelantó a recorrer las calles donde sonaba la música. Enseguida dimos con la Casa de la Trova, una construcción colonial con dos grandes patios españoles donde se bebe mojito y los músicos se turnan para tocar.
Ocupamos una mesa. Alguien del grupo repasó las nacionalidades: una chilena, un mexicano, dos venezolanas, un argentino, una colombiana y un servidor.
Para mi desdicha, el argentino era un apasionado del fútbol, uno de esos tipos que tienen en la memoria las fechas de los campeonatos, la integración de los equipos, la cantidad de goles de la delantera campeona. Hizo alarde de conocimiento sobre los mundiales, sobre la biografía de Maradona y confesó ser admirador de «el Peñarol» de Uruguay.
Molesto por la referencia, le dije que el fútbol no me interesaba, menos aún en una ciudad como Trinidad con las nubes al alcance de la mano, la música en los patios, y el mojito que se liba de alas abiertas. El argentino pareció intuir que mis palabras salían de alguna herida y jugó una broma sobre la conquista del quinquenio por parte del tradicional rival.
Por fortuna, en ese momento se acercó a la mesa un sexteto que, con rumba y mambo, llamó al baile y sacó del centro de la conversación mi réplica inminente.
Me recosté a la silla, miré la alta noche transparente y bebí un largo sorbo de mojito. Cuando volví la atención hacia los músicos, quedé perplejo. Sacudí una y otra vez la cabeza como para alejar el sueño, me froté los ojos con las palmas de las manos y, aún confundido, me aproximé al contrabajo. En cuclillas, reconocí el escudo de Peñarol al costado del puente del cordal. Era una calcomanía adherente, de esas que suelen pegarse en los parabrisas de los coches o en los vidrios de las ventanas.
Al principio atribuí la visión al efecto traicionero del mojito, pero cuando el sexteto finalizó la pieza y el sorprendido músico del contrabajo interrogó con un gesto sobre mi actitud, ya no tuve dudas de que el tradicional rival me perseguía en el campo socialista.
Me puse de pie y, señalando la insignia, le pregunté al hombre si sabía lo que significaban aquellos colores. Negó con un movimiento de cabeza y mostró cierta preocupación por lo que ignoraba. Entonces dejé escapar al hincha que todos llevamos adentro.
«Este club- dije- fue fundado por el imperialismo inglés de fines del siglo diecinueve. La mayoría de sus dirigentes apoyaron el bloqueo a Cuba».
Ligeras contracciones en el rostro del músico me hicieron creer que estaba cerca de mi propósito.
«El amarillo y el negro- agregué- son emblemas del ferrocarril colonial, del decadente imperialismo monárquico»
El gesto de sorpresa en el cubano me alentó a definir la partida. Cambié el tono declamatorio por el confidencial.
«Compañero- dije- arranque ese escudo, quítelo de ahí que ofende al socialismo».
El hombre me buscó los ojos y sostuvo una mirada tensa durante varios segundos. Luego, cedió a la risa.
«No chico- replicó- el instrumento vino así de Uruguay y así queda».
De un giro regresé a la mesa. La noche estaba tibia y la rumba sacudía otra vez los cuerpos. El músico del contrabajo mantenía la sonrisa y me miraba. Pensé que mi amigo no iba a creer esta historia. Entonces tomé varias fotografías.
Cartapacio
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