POR: JORGE PIGNATARO
Con varios los caminos que transitó la idea de esta página. Por un lado, la presencia insoslayable por estos días de lapachos en nuestro Salto. Los que en la zona del Parque Mattos Netto, pero también en otras, regalan el color de auténticas postales. Por otro, encontrarnos con un poema dedicado a los lapachos de Salto, escrito por Gregorio Rivero Iturralde, recordado sacerdote-poeta que vivió en Salto varios años. La salteña Lilia Rumi Brandi, asidua colaboradora de páginas de Facebook donde se rescatan valores de la historia salteña, pero también se busca la revalorización del presente, hace unos días compartió el poema “Canción de los lapachos”, de Rivero Iturralde, junto a una foto (tomada por ella misma) de uno de estos árboles (incluida hoy en esta página). Pero además, el camino de la memoria nos conduce a recordar que un día como hoy, 13 de setiembre, 7 años atrás fallecía Gregorio. Hemos agregado además, otro texto de este autor, el inolvidable “Poema Salteño”, y una breve narración que nos acercara la propia Lilia Rumi, “La fortaleza del lapacho”, extraída de una página misionera.
Gregorio Rivero Iturralde: Nació en Colonia del Sacramento el 11 de junio de 1929. Estudió en Colonia, Salto y Montevideo. Fue ordenado Sacerdote el 20 de diciembre de 1952. Entre 1953 y 1959 residió en Salto. Luego vivió en España. Más tarde, fue Vicerrector del Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras de Montevideo. Falleció en setiembre, el mes de los lapachos, el día 13 del año 2014.
CANCIÓN DE LOS LAPACHOS
Los lapachos en setiembre
son nubes lloviendo flor:
telegramas de algún ángel
en verso de Anunciación:
‘’En el cielo habrá lapachos
-dice el texto-pienso yo-,
porque no quiere ser menos
la Primavera de Dios. «
O diciendo simplemente:
‘’Esta es la predilección
de Dios para los salteños;
darles lapachos en flor. «
Por eso, además de ensueño,
belleza, amor e ilusión,
los lapachos florecidos
son también adoración.
Quien pudiera ser lapacho
en las manos del buen Dios,
floreciendo y floreciendo
olvidado del dolor.
O mejor aún: floreciendo,
floreciendo por dolor,
y suavizando las penas
con pétalos de ilusión.
FINAL
Esa es la sabiduría
suprema del corazón:
entregarse aunque se sufra,
y entregarse en una flor.
La pasada Primavera,
así me lo susurró,
de pie junto al Parque Mattos,
un lapacho todo en flor….
POEMA SALTEÑO
Aquí donde florecen los naranjos
planté mi corazón.
Era octubre y el aire se esmeraba
con glicinas en flor.
Había un río viniendo de la aurora
y yendo hacia el color,
y un césped de ternura por su orilla
con su claro verdor.
Aquí donde florecen los naranjos
planté mi corazón.
Yo no sé si en la calle de los cielos
ya caminaba el sol.
Tal vez era la noche transparente,
de lácteo resplandor.
Y era la noche, milagrosamente,
no hay duda, pienso yo,
porque había una estrella despertándose
sobre un peral en flor.
Aquí donde florecen los naranjos
planté mi corazón.
En el bosque los árboles del bosque
y en el prado la flor
abrieron sus ojazos soñadores
con curiosa emoción.
Y bajo la caricia de los cielos
con mimoso temblor.
(¿Será la lluvia lágrimas distantes
de ángeles en dolor?).
Aquí donde florecen los naranjos
planté mi corazón.
Y una tarde de suave primavera
-azahar y canción-
me encontré floreciendo en cuerpo y alma,
resonante de amor,
porque donde florecen los naranjos
planté mi corazón.
La fortaleza del lapacho
“Cuando los antiguos misioneros jesuitas construían sus iglesias monumentales, iban a los montes y arrancaban los lapachos con sus raíces enteras, transportándolos con su terrón de tierra colorada adherida a ellas. Y así los volvían a plantar en el suelo, constituyéndolos en columnas que sostendrán toda la estructura del edificio. Las paredes eran de esa misma tierra colorada apisonada en un encofrado de madera que luego se retiraba. Toda la resistencia del edificio, que aguantó siglos, se fiaba a las columnas. Por supuesto para esta misión había que despojarlo de sus ramas. Pero eso le sucede a todo árbol que tiene que cumplir una misión distinta a la de ser simplemente planta. En San Ignacio Guazú y en muchos otros lugares de tierra guaraní, donde estuvieran antiguas y hermosas iglesias, hoy solo quedan en pie parte de esos troncos de “taye”, trozos de columna aún clavadas junto a su montículo de tierra colorada que constituían las paredes. Su madera no se pudre. Poco a poco va saltando en astillas que regresan a la tierra madre, uniéndose al humus fértil que alimenta la vida nueva que nace a sus pies” (De una página misionera).