Amado Dubarry:

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El que toca el acordeón y pinta cuadros, el que arregló máquinas de escribir y tuvo almacén, el que ahora cultiva tomates, lechugas y cuentos

Escribe, pinta, tiene formación en música, lee con inusual fruición todo libro que se le cruza en el camino; en unos días cumplirá 65 años y se llama Amado Dubarry Bernhardt.

Pero además, son muy ricas en vivencias sus trayectorias tanto como comerciante en pleno barrio La Tablada, así como técnico en máquinas de escribir, labor en la que se desempeñó mucho tiempo en la famosa empresa Olivetti.

Liliana Castro Automóviles

Amado nació aquí, en la ciudad de Salto, el 16 de diciembre de 1958. Hoy está jubilado, aunque en plena actividad creadora de literatura, y de dedicación a la huerta, donde planta tomates y lechugas.

1-Tengo entendido que la inclinación hacia lo artístico viene desde niño; ¿primero la música puede ser?

Y sí, ya con cuatro años mi madre decidió que como nieto de alemanes que era, debía tocar el acordeón. De manera que de la mano de mi hermana, a quien le hacía la vida difícil, trotaba por la Avenida Barbieri rumbo a la academia del profesor Sagaría. Como mascota de un grupo de más de cien acordeonistas, tuve mi debut escénico en el Teatro Larrañaga, interpretando la obra especialmente seleccionada para mi precocidad, “Cucú, cucú, cantaba la rana”. Lo que más recuerdo de la gloria de esa noche es como me dolían las uñas, porque mi madre me las recortó y cepilló durante toda la semana previa al acto. La buena mujer tenía la certeza de que me las verían hasta los sentados en el “gallinero”, la parte más alejada del escenario.

2- ¿Dónde cursó Primaria?

Comencé la escuela en la número 2, hasta segundo, y cuando nos mudamos pasé un año yendo a la escuela 8, en la Avenida Batlle. Después me fui a vivir con mi padre a la Colonia 18 de Julio, un pueblito rural a 10 kms. de la ciudad. Un hecho recurrente de los recuerdos, es el del Presidente de la República, Jorge Pacheco Areco, dándome un beso en la mejilla como abanderado en una visita que realizó al pueblo. La bandera se me movía porque yo era menudo de tamaño, él me la enderezó y me dijo al oído: ” no te preocupes niño, es difícil llevar la bandera uruguaya”

3- En sus cuentos se ve algo de ese ambiente rural, o suburbano al menos. ¿Qué recuerdos guarda de esa época?

Allí, en la escuela 31, bajo la estricta disciplina del director don Juan Barre y la bondad de las maestras, en una construcción reciente de primer nivel que hasta tenía murales pintados en las paredes del patio, trabajando en la huerta que proveía de verduras frescas al comedor, con una plaza de deportes y clases adicionales de carpintería y corte y confección dictadas por maestros que iban de la Escuela Industrial… Sin electricidad como todas las casas del lugar y con menos de once años de edad, nos educamos y aprendimos a trabajar y ensamblar la madera los varones, y a confeccionar ropa las niñas… ¡en una escuela rural de los años sesentas!

4- ¿Cursó estudios secundarios?

Sí, sí…Siguió la etapa del Liceo de la Zona Este, viajando en ómnibus antes de las siete de la mañana y después de ordeñar las lecheras, con café con leche y galleta en la barriga calentados por la cocina a leña que además me perfumaba la ropa. Al terminar cuarto año, ya viviendo de nuevo en la ciudad, opté por Preparatorio de Ingeniería, en el Nocturno del Osimani y Llerena. De esas noches surge la imagen de un compañero durmiéndose en el último banco de la clase. Trabajaba toda la jornada como peón de albañil, y pese a sus ronquidos, el flaco Paz (Osvaldo, profesor de dibujo técnico), semejando la actitud de un lord inglés, bajaba la voz para darnos la clase y no despertarlo. “Déjenlo que duerma tranquilo”, nos decía.

5-¿Y en su caso cursaba en el Nocturno porque de día trabajaba?

Sí, durante el día yo trabajaba como aprendiz en un taller de reparaciones de máquinas de oficina, en la esquina de Brasil y Julio Delgado. Dejé el liceo cuando a los 17 años me mandaron a Montevideo a estudiar. Volví como técnico de Olivetti. Atendimos por años buena parte de la ciudad; máquinas de calcular y escribir de profesionales, oficinas públicas, bancos y demás. Y el primer teletipo de Tribuna Salteña, además de los acorazados de El Pueblo, con nombres como de la Segunda Guerra Mundial: Rémington, Underwood, Continental…Después de los treinta me independicé laboralmente. Ya estaba casado y teníamos dos hijos, por lo que tuve que abandonar antes de comenzar tercero la carrera de electrónica del Plan Arias, en lo que ya era la UTU. En la pequeña empresa anexamos equipamientos de muebles metálicos y maquinaria comercial.

6-¿Alguna anécdota en especial que recuerde de esos tiempos de reparar máquinas de escribir?

Como recuerdo simpático me surge en este momento el del día que don Jorge Andrade Ambrosoni me llevó su máquina de escribir para reparar. Me explicó una serie de fallas que tenía a lo que contesté que le haría una revisión general a la unidad. Sonrió y se le estiraron los ojos detrás de los lentes de aumento. Me dijo: “Prefiero una revisión oficial nomás, joven, porque a mí los generales me tienen hasta la coronilla” (risas).

7- ¿Y lo de instalar un almacén en una esquina muy conocida del barrio La Tablada cómo se da?

La crisis del 2002 pegó fuerte, en la mandíbula de muchos, y me obligó a cambiar de rubro. Decepcionado por tanto esfuerzo malogrado, pusimos un almacén en la esquina de Reyles y Agraciada. Fueron veinte años junto al trabajo férreo, invalorable, de mi esposa Silvia, en los que conocimos y tratamos a buena parte de los habitantes de los barrios Dickinson y La Tablada…

8- Muchos dicen que son barrios difíciles, complicados, y más para tener un comercio, ¿cómo fue la experiencia de ustedes?

Puedo decir que jamás tuvimos problemas serios y siempre primó el respeto extremo y mutuo en la relación con los vecinos, a los cuales parece que le hemos dejado un buen recuerdo.

9-Hablemos de lo artístico. Usted también pinta y de hecho en algunos lugares de Salto hay cuadros suyos. Pero además escribe literatura…

A fines de los años noventa, me crucé con el profesor Walter Planke, que me animó a concurrir a un taller de pintura que dictaba. Ese anciano noble que bajaba la mirada cuando caminaba por la calle, me enseñó a preparar colores y a pintar hasta con los dedos. Alrededor del año 2010 asistí al taller literario del profesor Leonardo Garet, en la Biblioteca Municipal. Imperdibles dos años, pocos en realidad, pero que me mostraron cuál era el camino que conduce a la creación literaria. “Senderos que se bifurcan” en mi caso, pero quien no diga que un día..

10- Claro, porque sigue escribiendo…¿Y qué más puede decide su día a día hoy?

Hoy estoy jubilado, al igual que mi esposa. Tenemos tres hijos; dos viviendo en Montevideo y el menor en Salto. Para nosotros, los mejores del mundo, y para los demás, creo, parafraseando al poeta Antonio Machado, “que son, en el buen sentido de la palabra, buenos”. Dos de ellos tienen hijos, nietos lejanos que se extrañan mucho. Tratamos de vivir lo mejor posible. Yo cultivo lechugas y tomates y escribo cuentos que mis amigos, que para eso están, entre otras cosas, escuchan con gestos de consideración…¿O será resignación?

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