Ochenta y dos años después de su muerte
Evocación de su hazaña y su grandeza
Treinta y Tres ha sido siempre cuna de varones cabales, que han sabido ir perpetuando en el tiempo una magnífica tradición de altivez y de coraje.
Muchas otras de las cualidades específicas que caracterizaron a la raza gauchesca perviven también en el hombre de esa hermosa región oriental de nuestra Patria, regada por las aguas de tres ríos de bello itinerario y de curso sereno y majestuoso: El Olimar, Tacuarí y Cebollatí.
Toda la historia de aquella comarca, desde los albores mismos de la independencia, viene nutrida de nombres que constituyen hitos rotundos de esa tradición viril, indelebles ejemplos de esa asombrosa singularidad telúrica.
Pero un día quiso el solar treintaytresino brindarnos una síntesis vital de su grandeza, de su admirable masculinidad, resumiéndola en un símbolo de vigencia perpetua. Y decantó y afinó sus juegos más genuinos, sus más raigales substancias, para eclosionar luego en esa insuperable flor humana que fue Dionisio Díaz, el pequeño héroe de «El Oro». Basta pronunciar su nombre para que quienes respiramos el aire de sus campos y nos calentamos en el mismo sol que le besó la frente, experimentemos el orgullo lógico, claro y natural de sabernos sus hermanos.
Un niño tenía que ser para encarnar y sentir de tal modo el heroísmo, para vivirlo con tan sublimada ternura, con tan definitiva plenitud. Yo me atrevo a decir más: un niño gaucho. Y más aún: un niño de Treinta y Tres. Y no por ciego alarde terruñero sino por convicción profunda y razonada, por que conozco bien la savia noble y pujante del suelo que lo produjo y que lo sustentó. Dionisio Díaz sobrepasó la epopeya y desbordó la leyenda con su hazaña. ¿Qué héroe de su talla nos ha proporcionado alguna vez la historia o la literatura?
Dionisio Díaz es un milagro, se ha dicho con frecuencia. Y en efecto, considerando la sobrehumana magnitud de la hazaña cumplida por el niño gaucho, no resulta excesiva esa definición. Pero no es un milagro divino sino un milagro humano, no obstante la celeste categoría de ángel que nimbaba su alma, y que iluminaba con resplandores sidéreos sus cabellos solares y sus ojos azules. Y tan humano, que fue por el camino de la sangre que nos trajo su alta luz ejemplar, la flor simbólica de su maravillosa varonía, inmolada en el más puro de los holocaustos.
Todos los 9 de mayo recordamos un año más de la muerte trágica que tuviera el pequeño Dionisio Díaz, murió con sus recientes nueve años de edad, Dionisio Díaz nació el 8/5/1920 en un rancho cerca del arroyo del Oro, en la 2ª sección del departamento de Treinta y Tres. Hijo de María Luisa Díaz y nieto de Juan Díaz, a quien se le atribuye un ataque de locura que derivó en la tragedia del 9 de mayo de 1929. Murió a los dos días de haber cumplido nueve años.
La noche del 9 de mayo de 1929 a Dionisio Díaz lo despertó un ruido. Caminó a oscuras hacia la pieza de su madre y tropezó con su cuerpo en el suelo. Bajo el parral del patio oyó a dos personas luchando. Desde las sombras su tío Eduardo le pidió que le trajera un cuchillo y, cuando se lo alcanzaba, el niño sintió un dolor en el abdomen: alguien lo había apuñalado. Entonces como pudo vendó su herida con una sábana, levantó de la cuna a su hermanita de 11 meses y esperó escondido el amanecer para caminar hacia el poblado del Oro (hoy poblado Mendizábal). Recorrió 7 Km. llevando a su hermana en brazos.
En la Comisaría: La Policía preguntó a Dionisio si había reconocido a su agresor; respondió que la oscuridad no le había permitido distinguirlo, pero pensaba que podía haber sido su abuelo. En el Hospital : En la tarde del 10 de mayo un médico curó las heridas de Dionisio pero ordenó su traslado al hospital de Treinta y Tres, lo que no se hizo hasta el día 11, cuando el niño ya había entrado en coma y murió sin atención médica mientras era trasladado desde la comisaría al hospital de Treinta y Tres en un auto que pasaba por la carretera.
Tan grande fue su gesto ‑y tan cargado de amor, de amor insólito‑, que escapa a la vara con que hemos aprendido a medir los siempre limitados e imperfectos hechos de los hombres. Es un milagro, entonces, en cuanto ha rebasado, por gracia de la llama mágica que ardía en su corazón impar, esa común esfera donde alientan y sueñan, aman y sufren, viven y mueren las demás criaturas terrenales.
Un acto de heroísmo infantil de las dimensiones del que protagonizara Dionisio, dentro de un medio de características rudas y casi primitivas como el suyo, tan paupérrimo en el aspecto social como en el cultural, no puede tener par, repetimos, en toda la historia de la humanidad. Así era Dionisio Díaz, el niño gaucho todo amor y ternura, cuyo efímero paso por la tierra habría de dejar una indeleble estela, iluminada por el fulgor más puro de la gloria.
S.J.G.