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martes, 10 de junio de 2025
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A 100 años del nacimiento de un escritor de extraordinaria vigencia

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Ray Bradbury

Otro centenario que merece la pena recordar. El pasado sábado se cumplieron 100 años del nacimiento de Ray Bradbury, un escritor insoslayable para entender los rasgos fundamentales que muestra la narrativa del siglo XX. La creciente intromisión de la tecnología en la vida del ser humano al punto de ir empujándolo sucesiva pero vertiginosamente a una alienación muchas veces total, a una fatal deshumanización, son temas que funcionan como eje en sus novelas y cuentos. Un siglo que para muchos fue «el siglo de las comunicaciones», es sin embargo mostrado por la narrativa de Bradbury como el de la terrible incomunicación entre las personas, lo que le otorga una vigencia extraordinaria. Estadounidense, nacido el 22 de agosto de 1920 y fallecido el 5 de junio de 2012, se lo ha calificado habitualmente como uno de los más grandes maestros en el género de lo fantástico, el terror y la ciencia ficción. Entre sus obras más conocidas y representativas puede mencionarse las novelas «Crónicas marcianas» (1950), «La feria de las tinieblas» (1962), «El árbol de las brujas» (1972), «La muerte es un asunto solitario» (1985), «Cementerio para lunáticos» (1990), «Sombras verdes, ballena blanca» (1992), o «El verano de la despedida» (2006). Claro que libros de cuentos como «Crónicas marcianas» (1950) también han marcado un hito en la historia de la literatura universal.Bradbury
La soledad y el encierro en torno a la televisión
Algunos podrán asociarlo con el aislamiento impuesto este año por la pandemia del Coronavirus. Otros por el simple encierro de una sociedad cada vez más absorbida por la tecnología. Lo cierto es que el cuento de Bradbury, «El peatón», es en muchos sentidos una anticipación. Hoy, por razones de espacio, compartimos solo un fragmento del mismo, invitando, como homenaje, a leerlo en su totalidad.
EL PEATÓN (fragmento)
Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro. A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana. El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
— Hola, los de adentro -les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma? La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
— ¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él. Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna. Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una cuadra de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. Una voz metálica llamó:
— Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva! Mead se detuvo.
— ¡Arriba las manos!
— Pero… -dijo Mead.
— ¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
— ¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico. Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
— Leonard Mead -dijo.
— ¡Más alto!
— ¡Leonard Mead!
— ¿Ocupación o profesión?
— Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
— Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
— Sí, puede ser así -dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente (…)

 

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Por: Jorge Pignataro

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