Un día como hoy, último día del año, en 1878 nacía Horacio Quiroga. Fue su casa en la acera sur de Uruguay (Real en ese momento) al 800 , en tanto “la casa de descanso” de la familia era la que hoy es “Casa Quiroga”, Museo -Mausoleo – Centro Cultural. Asistió a la Escuela Hiram, al liceo Osimani y Llerena unos años y después alternó su residencia entre Montevideo, un brevísimo pasaje por Europa y sobre todo Argentina en diferentes regiones. Precisamente fue en Buenos Aires que falleció en la madrugada del 19 de febrero de 1937. Hace ya algunos años, en el entorno de esta fecha escribíamos: “Siempre es bueno recordar al más importante salteño que puede encontrarse en las letras a nivel universal. Lejos de perder vigencia, su obra sigue creciendo, sigue editándose a gran ritmo (señal de que se lee) y siendo traducida a las más variadas lenguas. Visitar la Sala de Traducciones de Casa Quiroga aquí en Salto, o ver la cantidad de visitantes extranjeros que llegan hasta allí interesados en conocer más sobre su persona y su obra, son pruebas de ello. Vale agregar que la casa natal de Horacio Quiroga (hijo de Prudencio Quiroga y Pastora Forteza), se encuentra a mitad de la cuadra del 800 (vereda sur) de calle Uruguay, encima de cuyo zaguán se ubica una placa recordatoria (que posee un error: como año de nacimiento dice 1879 en lugar de 1878)”.

El homenaje de EL PUEBLO hoy, es este fragmento de uno de los mayores críticos literarios del Uruguay, Emir Rodríguez Monegal:
“Quiroga había nacido en Salto, en 1878 (diciembre 31), en las postrimerías de esa generación del 900 que impuso el Modernismo en nuestro país. Desde los primeros esbozos que recoge un cuaderno de composiciones juveniles, copiados con rara caligrafía y rebuscados trazos (las tildes de las t, los acentos, parecen lágrimas de tinta) hasta las composiciones con que se presenta al público de su nativa Salto, en una Revista estridentemente juvenil, su iniciación literaria muestra claramente el efecto que en un adolescente romántico ejerce la literatura importada de París por Rubén Darío, Leopoldo Lugones y sus epígonos. Para Quiraga, el poeta argentino es el primer maestro. Su Oda a la desnudez, de ardiente y rebuscado erotismo, le revela todo un mundo poético. Luego ávidas lecturas (Edgar Allan Poe sobre todo) lo ponen en la pista de un decadentismo que hacía juego con su tendencia ligeramente esquizofrénica, con su hipersensibilidad natural, con su hastío de muchacho rico hundido en una pequeña ciudad del litoral, impermeable (creía) al arte. La prueba de fuego para toda esa literatura mal integrada en la vida es el viaje a París en 1900: viaje del que queda un Diario que publiqué por vez primera en 1949. Allí se ve a Quiroga (el Quiroga de antes de Misiones), allí se ve a Horacio soñando con la conquista de la gran ciudad, de la capital del mundo, recibiendo en cambio revés tras revés que si no matan de inmediato la ilusión la someten a dura prueba. Pero si en París, Quiroga pudo añorar (y llorar) la tierra natal, de vuelta en Montevideo, olvidado del hambre y las humillaciones pasadas, en medio de los amigos que escuchan boquiabiertos las lacónicas historias que condesciende a esbozar el viajero, renace el decadentismo. Funda con amigos el Consistorio del Gay Saber, cenáculo bohemio y escandaloso; en 1900 gana un segundo premio en el Concurso de Cuentos organizado por La Alborada (Rodó y Viana eran jurados); luego recoge sus versos, sus poemas en prosa, sus delicuescentes relatos en un volumen, Los arrecifes de coral, cuyo contenido y cuya portada (una mujer ojerosa y semivestida, anémica, a la luz de una vela) caen como piedra en el charco de la inquietud burguesa del Montevideo de 1901. El decadente triunfa. París vuelve a ser el sueño. Entonces, accidentalmente, Quiroga mata a Federico Ferrando, su mejor amigo. El sueño es sustituido por la sórdida realidad de una cárcel, de un juicio, de la vuelta a un mundo sin Ferrando. Quiroga no aguanta y va a refugiarse a brazos de una hermana mayor que vive, casada, en Buenos Aires. Abandona el Uruguay para siempre. Pero no cierra su etapa modernista. Esta herida cicatriza superficialmente, como otras. Cuando escribe, y aunque ya ha visitado el Chaco y ha tenido sus primeras experiencias de colono tropical, cuando toma la pluma o el lápiz, Quiroga sigue explorando sus nervios doloridos y a flor de piel, sigue repitiendo las alucinaciones de Poe (El crimen del otro es una réplica del norteamericano), Quiroga sigue estudiando y reproduciendo los efectos, ingeniosos en el original pero al cabo mecánicos, del maestro Maupassant, Quiroga vive una experiencia por un lado, aunque por otro (por el de la creación) continúa atado al decadentismo. Su segundo volumen, El crimen del otro, es modernista todavía. Es cierto que el joven consigue disimular mejor la histeria, que ya domina el horror y no necesita (como en los crudísimos relatos de la Revista de Salto) nombrar lo repugnante para hacérselo sentir al lector. Pero todavía su cantera es la literatura leída, la huella dejada por otros escritores en él, y no el trabajo fascinante de la realidad. A Rodó le gustó el nuevo libro, y se lo dice a Quiroga en una carta (cuyo borrador es de abril 9, 1904) en la que hay una delicada censura para el·primer libro. Rodó que era estéticamente modernista aunque tuviera tantos reparos éticos para la actitud decadente que ostentaba esta tendencia, acierta: porque el modernismo de Los arrecifes de coral era pura estridencia y desorden, la chambonada del que se estrena, y el modernismo de El crimen del otro ya indica una primera maduración. Lo que no pudo ver entonces Rodó (tampoco lo veía su autor) es que el libro señalaba la culminación y clausura de una etapa. Ya Quiroga empezaba a descubrir, literariamente, el mundo real en que estaba inmerso, no menos fantástico o fatal que el otro…”.
