No sé si a ustedes les pasa, pero yo cada vez que veo que el sol aparece en pleno julio, me emociono como cuando me contestan un “jaja” con un “jajaja”. Uno siente que hay una oportunidad. Que se puede salir sin campera, que se puede abrir la ventana, que se puede tender la ropa sin que quede con olor a humedad existencial y una casa convertida en tendedero. Pero no. Es un engaño. Un espejismo. Una burla. Un veranillo.
Lo peor es que me los creo. Caigo siempre. Me pongo la remera, salgo todo valiente a la calle, me saco el gorro de lana y me digo a mí mismo “esto ya está, se viene la primavera adelantada”, como si la meteorología funcionara con decretos de optimismo. Y no. A las 24 horas el universo me devuelve el cachetazo climático: lluvia, y frío polar.
Pero claro, ese veranillo de dos días, siendo optimista, me alcanza para desordenar todo el ropero. Vuelvo a ilusionarme, como quien ve un mensaje de “¿cómo estás?” de alguien que te dejó de hablar hace meses. Pero el clima, como la vida, tiene un timing perfecto para recordarte que no, que no te relajes, que no te ilusiones tanto, que todavía falta agosto, y que agosto viene con cara de pocos amigos y aliento de freezer.
Pero qué querés que te diga. Me gustan los veranillos. Me dan algo que no sé si es esperanza, vitamina D o simplemente una excusa para sentirme vivo. Porque son de calor leve, de esos que no sofocan ni empujan al ventilador al suicidio. Porque duran poco, no molestan, no se imponen.
Porque, para ser sincero, prefiero mil veces el invierno antes que el verano. Y porque en medio de tanto abrigo, tanta rutina térmica, tanta bufanda, tanto gorro, llegan ellos: inesperados, breves, y con esa rara capacidad de sorprendernos.