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viernes, noviembre 28, 2025
Columnas De Opinión
Alejandro Irache
Alejandro Irache
Licenciado en Psicología por la Universidad de la República(UDELAR). Habilitado por el Ministerio de Salud Pública (MSP). Atiendo a adolescentes y adultos, con foco en procesos de angustia, depresión y crisisexistenciales. He complementado mi formación con estudios en psicología laboral, selección de personal IT, psicología del deporte y salud mental grave,realizados en la Universidad de Palermo y en el Centro Ulloa (2024).

Un informe revisa qué tanto influyen los algoritmos, por qué la ira “rinde” más que el debate racional, y qué intervenciones muestran señales mixtas para bajar la tensión digital.

Redes Sociales y Polarización: Cómo la Virtualidad Moldea Creencias y Vínculos

Las redes sociales no están diseñadas para mejorar la comunicación ni para fomentar la empatía; están diseñadas para captar atención, y nada capta más la atención que la ira.

 
Zuboff, S. (2019). La era del capitalismo de la vigilancia: La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder.

Las redes sociales nacieron con una promesa utópica: conectar al mundo. Sin embargo, dos décadas después, se han convertido en un terreno donde la conexión convive con la confrontación. En lugar de un foro global para el intercambio de ideas, muchas veces parecen un campo de batalla emocional, donde los argumentos ceden ante la indignación, y la empatía se disuelve en la inmediatez del “me gusta” o del retuit.

La polarización política, social y emocional que domina hoy el espacio digital no es un accidente. Es el resultado de una interacción compleja entre el cerebro humano, los algoritmos y las nuevas formas de comunicación mediadas por pantallas. En el centro de este fenómeno hay una pregunta urgente: ¿cómo la virtualidad está moldeando nuestras creencias, nuestras emociones y, en última instancia, nuestra convivencia democrática?

La psicología de la división: el cerebro y el algoritmo, aliados inesperados

El origen de la polarización no está solo en las plataformas digitales. Está en nosotros. El cerebro humano tiende naturalmente a buscar confirmación: prestamos más atención a lo que refuerza nuestras creencias y desestimamos lo que las contradice. Este mecanismo, conocido como sesgo de confirmación, tiene un valor evolutivo: simplifica la toma de decisiones en un mundo complejo. Pero en el entorno hiperconectado de las redes sociales, se convierte en un amplificador de la división.

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Los algoritmos, diseñados para mantenernos el mayor tiempo posible en pantalla, aprenden de nuestras preferencias y refuerzan nuestros sesgos. Así, cada clic, cada “me gusta”, cada video que miramos, ajusta el contenido que vemos. Eli Pariser denominó a este fenómeno la burbuja de filtro: un ecosistema de información personalizada que aísla a las personas de ideas contrarias. Lo que parece una simple personalización es, en realidad, una cámara de eco invisible que moldea nuestra percepción del mundo.

Esta dinámica no solo refuerza las creencias, sino que estimula emociones intensas. Los algoritmos priorizan contenidos que generan ira, miedo o indignación porque son los que más “engagement” producen. Cada reacción emocional activa nuestro sistema límbico y libera dopamina, generando una adicción silenciosa a la confrontación. Así, la política deja de ser un debate racional y se convierte en una competencia tribal: el otro ya no es un adversario, sino una amenaza.

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La ilusión del pluralismo: estamos expuestos, pero no escuchamos

Paradójicamente, las redes sociales no nos encierran completamente en burbujas ideológicas. Varios estudios demuestran que la mayoría de los usuarios se expone, en algún grado, a contenido político diverso. Sin embargo, esa exposición no se traduce en apertura.

La mayoría de las personas ve publicaciones de ideologías opuestas, pero elige no interactuar con ellas. Prefiere no comentar, no compartir, no responder. El resultado es una forma sutil de aislamiento cognitivo: estamos expuestos a la diferencia, pero la ignoramos. Y cuando respondemos, suele ser desde la hostilidad.

Además, la exposición a opiniones contrarias puede tener un efecto paradójico. En algunos casos, cuando se confronta a alguien con información que desafía su identidad política, la respuesta no es la reflexión, sino el endurecimiento de su posición. Este fenómeno, conocido como efecto rebote, muestra que la polarización no solo surge de la falta de contacto con el otro, sino también del modo en que ese contacto se produce: abrupto, emocional, sin contexto ni diálogo.

La conclusión es inquietante: las cámaras de eco no son muros impuestos por la tecnología, sino espejos construidos por la mente humana y reforzados por la economía digital de la atención.

Del clic al extremismo: cómo la red acelera la radicalización

El tránsito entre la división ideológica y la violencia real no es directo, pero tampoco es casual. Las redes sociales han funcionado como catalizadores de procesos de radicalización política en distintos contextos del mundo.

Plataformas como Telegram, Parler o Gab se han transformado en refugios de comunidades extremistas que refuerzan sus creencias y normalizan la violencia. El asalto al Capitolio de Estados Unidos en enero de 2021 fue un punto de inflexión: la desinformación digital sobre un supuesto fraude electoral —impulsada por líderes políticos y amplificada por los algoritmos— derivó en una insurrección que dejó muertos y heridos en el corazón de una democracia.

Estos fenómenos se repiten en distintos países. En Brasil, durante las elecciones de 2018, la difusión masiva de mensajes falsos a través de WhatsApp contribuyó a la polarización y a incidentes violentos. En Europa, grupos extremistas utilizan TikTok e Instagram para captar jóvenes mediante memes, lenguaje humorístico y estética visual atractiva.

La radicalización no se produce de la nada. Se alimenta de la soledad digital, de la búsqueda de pertenencia y del deseo de certeza en un mundo incierto. Las redes ofrecen eso: una comunidad y una narrativa que da sentido, aunque sea a través del odio.

Influencers y política: la nueva economía de la atención

En este nuevo ecosistema, los medios tradicionales han perdido parte de su monopolio informativo. En su lugar, emergió una figura con un poder de influencia creciente: el influencer político.

A través de podcasts, videos cortos y transmisiones en vivo, estos creadores se han convertido en intermediarios entre la política y la ciudadanía. No se presentan como periodistas ni como expertos, sino como “personas comunes” que dicen “lo que nadie se anima a decir”. Esa autenticidad percibida genera vínculos emocionales profundos con sus audiencias.

Entre los jóvenes, su impacto es enorme. Para muchos, los influencers son hoy su principal fuente de información política. Su lenguaje directo, emocional y narrativo supera el formato tradicional de la noticia. El problema es que, en este entorno, la verdad se mide por el impacto, no por la evidencia.

Las élites políticas han sabido aprovechar esta dinámica. Líderes como Donald Trump o Jair Bolsonaro entendieron antes que nadie que la atención es el recurso más valioso de la era digital. Sus mensajes polarizantes, cargados de emoción y confrontación, obtienen más visibilidad porque son precisamente los que los algoritmos premian. En las redes, la indignación es rentable.

La consecuencia es una economía de la atención política, donde la información más sensacionalista y emocional desplaza a la información más precisa o razonada. Las emociones se vuelven capital político, y el diálogo se convierte en espectáculo.

Mindfulness y emociones: ¿una salida posible o una falsa calma?

Ante este panorama de hiperconexión y saturación emocional, muchas personas buscan refugio en prácticas de bienestar como la meditación o el mindfulness. Diversos estudios sugieren que estas técnicas pueden reducir la hostilidad y promover la empatía. Incluso se ha comprobado que ejercicios breves de atención plena pueden disminuir la polarización afectiva entre grupos políticos enfrentados.

Sin embargo, los resultados no son universales. Investigaciones recientes muestran que el mindfulness puede tener efectos ambiguos: mientras algunas personas logran regular mejor sus emociones, otras terminan más desconectadas de la empatía hacia el sufrimiento ajeno. En contextos políticos tensos, esta “calma emocional” puede convertirse en indiferencia.

La lección es clara: no basta con silenciar la mente; también hay que reconstruir los vínculos. La despolarización requiere tanto regulación emocional como diálogo, comprensión y compromiso cívico.

Hacia un futuro digital más saludable

El desafío de la polarización no se resolverá con un cambio en los algoritmos ni con un taller de meditación. Se trata de un fenómeno sistémico que involucra a la psicología, la tecnología, la política y la educación.

La primera tarea es la alfabetización mediática y digital. Es urgente enseñar a las nuevas generaciones —y también a los adultos— a identificar noticias falsas, comprender los sesgos cognitivos y reconocer las estrategias emocionales detrás del contenido que consumen. Educar no solo para usar las redes, sino para entenderlas.

La segunda tarea es exigir transparencia algorítmica. Los usuarios tienen derecho a saber por qué ven lo que ven. Las plataformas deben rendir cuentas sobre cómo funcionan sus sistemas de recomendación y qué impacto tienen en la vida democrática.

Además, las empresas tecnológicas pueden rediseñar sus entornos para fomentar la cohesión y el pensamiento crítico. Reducir las recompensas a los contenidos más incendiarios, promover espacios de encuentro y diálogo moderado, e incentivar la exposición a perspectivas diversas son pasos concretos hacia una red más saludable.

Finalmente, la reconstrucción del tejido social exige restaurar la confianza. La desconfianza hacia los medios, las instituciones y la política es el terreno fértil donde crecen la desinformación y el extremismo. Recuperar esa confianza requiere transparencia, responsabilidad y una ciudadanía informada y participativa.

Epílogo: la urgencia de reconectar con lo humano

Las redes sociales son, en esencia, un espejo de nuestra mente colectiva: reflejan nuestras virtudes, pero también nuestras sombras. No son las únicas culpables de la polarización, pero sí el escenario donde se amplifica.

La pregunta no es solo cómo nos afectan las redes, sino qué dicen de nosotros. Cada publicación, cada reacción, cada silencio digital contribuye a construir —o a destruir— los puentes que nos unen como sociedad.

La verdadera revolución no será tecnológica, sino humana: aprender a convivir en la diferencia sin que la pantalla decida quiénes somos ni a quién debemos odiar.

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