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domingo, 4 de mayo de 2025
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“El cerne”, un cuento de Altamides Jardim

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Diario EL PUEBLO digital
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Puede resultar extraño que hablemos de un cuento de Altamides Jardim. Porque lo suyo fue esencialmente la poesía, incluso sus libros fueron de poemas. Pero también practicó la narrativa. El cuento “El cerne”, muy poco conocido, es un ejemplo de esas prácticas. Lo leyó Leonardo Garet en un homenaje al autor en el año 2014, y luego lo publicó, ese mismo año, en la Revista digital Ateneo.
¿Por qué un mes especial? Porque febrero es el mes en que falleció Altamides. Un 19 de febrero, igual que Horacio Quiroga. Altamides en 1995, Quiroga 58 años antes. Pero además,
el día en que moría Altamides, cumplía diez años Facundo, el nieto suyo que se dedicaría a la Literatura, enseñándola en los liceos, dictando conferencias sobre asuntos literarios, y hasta estudiando y escribiendo sobre la obra de su abuelo (“Me fue inevitable sentirme signado por esa coincidencia que con el tiempo siento cada vez menos fortuita”, escribió una vez Facundo).
Vayamos al texto:

EL CERNE

-Desengáñese, compadre Ladislao; los guenos tiempos se jueron pa siempre. ¿Apresea un amargo?
La que así habla y razona, es la dueña de casa, doña Eufrasia, mujer muy entrada en años pero de un carácter dicharachero y juvenil.
Mientras tanto, la orquesta, compuesta de un acordeón y dos guitarras, violenta la pasividad de un tango dormilón, desterrado de la ciudad «por fuera de moda».
La pieza del rancho es chica; las parejas bailan apretadas y a saltos; las botas paisanas no se deslizan con suavidad sobre el piso, resabios de zapateados pericones hay en sus tacos.
Las lamparillas tienen resplandores agonizantes en la puerta, del lado de afuera, muchos mozos esperan un momento oportuno para golpear las manos a un tiempo, requiriendo su turno.
-¿Otro mate, compadre?…Y préstem’el tabaco; vi’ hacer un cigarro…
-Ahí tiene, comadre… – dice Ladislao, tomando el mate y alcanzando los avíos.
-Chá, los gauchos de aura…- prosigue doña Eufrasia, liando su cigarro y señalando a las parejas- Bailan tangos y visten mesmo que puebleros… – Y, acercándose más a su compadre:
-Dispués, son flojos como tubiano pa l’agua; parecen haber estao abichaos en l’ ombligo; se arrollan al primer puntazo… Charquean siempre… ¡De’ ande corazón pa’ un apuro!… ¡Puro bofes!…
-Pa mí que no es tan ansina, les queda algo…
-Desengañesé, compadre; de los mozos de mis tiempos, no les queda ni’ un pelo e’ barba pa semilla…
-Les queda algo, comadre: el cerne; l’ único, que tienen más cáscara…
A esta altura del diálogo sobrevino una disputa. un bailarín, al recibir de un moza el «disprecio» de no querer acompañarlo, le ha espetado un atrevido dicho gaucho para estas ocasiones… Pero, ya está entre ellos otro hombre, deteniendo el ademán violento con que el agraviado acompañó sus últimas palabras. Los dos hombres se miran fijamente unos instantes, como estudiándose, mientras de sus labios se escapan palabras que requieren hechos. Así parecen entenderlo, porque, pálidos de coraje, salen del rancho, a pesar de los esfuerzos de los demás por detenerlos.
La noche está oscura. Los puñales, al chocarse chispean. Si no fuera por el ruido que producen los aceros al juntarse, se pensaría en una ronda de bichitos de luz…
Por fin los presentes logran reducir a los contendores; a uno de ellos ya se le había ido un poco la mano…Es entonces cuando dos jinetes detienen sus cabalgaduras a pocos pasos del rancho, anunciándose con un prolongado ¡Buenas noches!…
-Muy guenas…-contesta con calma la dueña de casa, reconociendo a los recién llegados-. Abájense y vayan dentrando…
Al mismo tiempo, alguien, como a manera de saludo, alcanza a uno de ellos una botella a medio vaciar y, a falta de rótulo, agrega: «Brasilera, mi comisario…». Por unos segundos la boca de la botella se enchufa en los labios de la autoridad, que no tiene, al devolverla, ni un pestañeo fuerte.
La orquesta acomete un delirio de notas y la corriente del baile encuentra rápidamente su desviado cauce.
Antes de entrar, el comisario, como recelando, pregunta si hay alguna novedad.
-Ninguna, señor comisario…-responde, sin inmutarse, doña Eufrasia.
Clavados en la quincha del rancho están los puñales, uno de ellos manchado de sangre.
El comisario, aunque ha visto algo, ya está dispuesto a hacer la vista gorda. Por eso, cuando desde el fondo de la sala una morocha de ojos perversos le alarga una sonrisa, va resueltamente hacia ella, le desliza al oído una palabra galante y, enlazando su cintura, se lanza entre las parejas, que, ágiles, se van envolviendo en el hilo sonoro de un vals.
Al llegar junto a la puerta, le grita a su asistente:
-¡Sargento! Aflójele la cincha al doradillo.
En un rincón se reanuda el interrumpido diálogo:
-¡Bien asertao, compadre! Les quedaba algo…
-Asigún, comadre…Créiba que había más cáscara…
-Y, en cambio, había más cerne…¡Dios se los conserve! ¿Otro mate, compadre?

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