Si a un jugador de fútbol, que es de lo que más o menos conozco, pero calculo que también podría extrapolarse a cualquier deportista, se le pregunta si quiere jugar, no conozco aún al futbolista que diga que no. Aún lesionado, aún con malestar, siempre quieren jugar. Por lo general es el médico de la sanidad del cuadro cuando es consultado que permitirá que juegue o que lo mande al banco para cuidar su salud y tener chance de ingresar a la próxima.
Lo que suele motivar a ese deportista es el placer de jugar, más allá del hambre por la fama o el dinero. La inmensa mayoría, por no decir la casi totalidad, juegan porque realmente aman lo que hacen. Pero eso, como todo en la vida, tiene consecuencias. Desconozco los detalles mínimos que debería conocer antes de realizar un juicio de valor sobre lo sucedido al jugador de Nacional, pero justo ayer comentaba en la radio desde la indignación natural que todos podemos llegar a tener cuando se pierde una vida joven, no solo por él sino por la familia que deja, con dos hijitos que deberán ahora crecer sin su padre biológico.
No pretendo ser melodramático ni aprovecharme de esta triste instancia para buscar responsables por lo sucedido. En la radio lo hice, pero fundamentalmente para que algunas cosas no ocurran más, no para buscar culpables sino para aprender algo de esta triste historia. Se deben mejorar los protocolos sanitarios cuando de alta competencia se habla, cuidando la salud de quienes deberían importarnos.