Remontar los callejones de Venecia contra la mirada de turistas es tan agobiante como encontrarse en medio del borbollón de clientes de una gran liquidación. Cada vez que intento evitar la multitud y hacer un rodeo para llegar a la Basílica de Santa Maria dei Frari me pierdo por estrechos callejones que me alejan de mi objetivo. Y es muy difícil ubicarse en este laberinto. En el plano que me dieron en la oficina de información turística luego de hacer una cola de quince minutos solo figuran las calles más importantes y no los callejones que solo los venecianos conocen.
Santa Maria dei Frari
Finalmente, después de caminar en dirección contraria o dar rodeos inútiles durante mucho rato, el anciano dueño de una diminuta librería de antigüedades de la Calle Dandolo me aconseja que lo mejor es confiar en las indicaciones de mi plano esquemático, resignarme a volver a las vías principales y mezclarme con paciencia en la corriente torpe de turistas que avanza lentamente hacia la mesa de los saldos donde se encuentran la Plaza de San Pedro o el Palazzo Ducale.
Voy a Santa Maria dei Frari a ver La Asunción de la Virgen, pero cuando al fin logro llegar y recorrer la iglesia casi desierta (la mayoría de los turistas prefiere sentarse en las costosas terrazas de los cafés, hacer recorridos en góndola falsamente románticos o comprar souvenirs de La Serenissima fabricados en China), más que el retablo de Tiziano, lo que realmente atrae mi atención es un monumento fúnebre colosal dedicado a Giovanni Pesaro, Doge (o Dux, autoridad máxima) de Venecia entre 1658 y 1659, que se alza alrededor de una pequeña puerta lateral. Sobre pedestales de mármol negro y rojo profusamente ornamentados, esculpidos con cabezas de leones unidas por festones, se levantan cuatro esclavos negros gigantescos. Entre ellos hay dos nichos, y en cada uno, un esqueleto negro que presenta una larga inscripción grabada en letras de oro sobre mármol blanco. Los esclavos sostienen sobre sus hombros algo así como sacos de harina, y sobre ellos un entablamento adornado con metopas y triglifos. Sobre el entablamento, cuatro columnas de mármol negro soportan un dosel de mármoles rojos que imitan una tela de brocado. En un trono sostenido por monstruos, entre las alegorías Religión y Valor a su izquierda, y Concordia y Justicia a su derecha, está sentado el mismo Doge en la actitud de arrebatar a la multitud con algún discurso. A sus pies, sobre el dintel de la izquierda, un genio cuida el arco, dos mujeres presentan coronas y otra el libro de la ley. En el segundo orden de la entabladura, seis angelotes (putti) sostienen el arquitrabe, y en la parte superior del monumento otros dos muestran el escudo de armas de Pesaro. De unos 24 metros de altura por 12 de ancho, es uno de los monumentos barrocos más feos que he visto en mi vida. Tan pretencioso y tan vulgar que despierta de inmediato mi curiosidad.
Lo más remarcable son los cuatro esclavos negros. Tanto el realismo como el dramatismo de su realización configuran un enorme contraste de estilo y calidad contra toda la basura barroca rimbombante que los rodea. Descalzos, con sus vestiduras desgarradas, sus cabezas dobladas por el peso, cada rostro expresa no solo el gran esfuerzo, sino también el sufrimiento de sostener el resto del monumento o la estructura del poder, según como se lo vea.
A diferencia de las demás obras que decoran una de las iglesias más grandes de Venecia, no se muestran sobre ésta muchos datos, solo un cartel que dice que está dedicada a Pesaro, que fue construida en 1669, y donde figuran como autores Baldassarre Longhena (1598-1682) y Melchiorre Barthel (1625-1672).
Dos días después, y por casualidad, paso frente a la librería de la Calle Dandolo y me detengo a observar su vidriera diminuta, atestada de mapas y de libros antiguos. A juzgar por las telarañas, el polvo y la ausencia de clientes, no parece un negocio floreciente. Cuando estoy a punto de continuar mi camino se asoma a la puerta el anciano librero. Es un hombre pequeño y demacrado que viste un traje gris gastado por decenios de uso y una graciosa moña roja con pintas azules. Detrás de unos lentes cuadrados sus ojos se parecen a un cielo neblinoso donde se asoma el sol. Me pregunta si al fin encontré Santa Maria dei Frari. Sorprendido por su aparición y su memoria, el enigma del monumento dedicado a Pesaro se catapulta de nuevo sobre mí y me lanzo en mi torpe italiano a hacerle las preguntas que me he hecho a mí mismo desde hace dos días. El anciano no responde. Me devuelve en cambio una lejanísima sonrisa, se presenta como Ambrogio Dal Corso y me invita a acompañarlo al interior del local.
Un trepador ambicioso
Luego de guiarme por un estrecho laberinto de libros desgarrados y pilas de periódicos amarillentos que me pide por favor no pisar, de mostrarme algunos de los tesoros que aún conserva (entre otros un tratado de teología del siglo XV impreso con tipos de madera e iluminado en oro) y de contarme que está en quiebra y a punto de cerrar para siempre una librería que inició su abuelo y heredó de su padre, más que invitarme me compele a sentarme en un sillón verde que se encuentra incrustado como un nicho entre estantes de libros. Me dice que es mejor que no me mueva de mi sitio porque podría tirar los libros. Confinado en esa especie de agujero veo a Ambrogio encender un hornillo a gas situado detrás de su escritorio y preparar café mientras yo me pregunto cómo ha hecho para burlar la inspección de los bomberos.
Sin consultarme pone tres cucharadas de azúcar en cada uno de los pocillos. Cuando intento incorporarme para tomar mi espresso levanta una mano y me detiene con severidad. Luego me alcanza mi café y va a tomar el suyo en su butaca, detrás del escritorio. Saca de una gaveta un largo habano cuya punta recorta con un pequeño cortaplumas. Mientras bebo ese almíbar amargo dice que hay que tener en cuenta que el Doge dejó la enorme suma de 12.000 ducados para la construcción del monumento… Esboza una sonrisa irónica, enciende su cigarro y suelta una gran nube de humo. Agrega que estamos en Venecia, y que allí el dinero, para bien o para mal, lo explica todo. Es cierto que Longhena fue uno de los arquitectos más importantes del barroco veneciano. Estuvo muy influido por Jacopo Sansovino y por Andrea Palladio, fue un artífice de la suntuosidad y los efectos dramáticos del claroscuro. De seguro ya he visto su obra maestra, la basílica Santa Maria della Salute. Que Longhena estuviera metido en ese “kitsch” barroco no le parece especialmente raro. A pesar de su fama, Longhena no era un tipo con mayores escrúpulos y a los 70 años solo tenía que poner su firma y embolsarse el dinero. Aunque se le adjudique a él el diseño de ese monumento, Ambrogio cree que lo único que hizo fue aceptar las precisas instrucciones que el Doge dejó asentadas en su testamento. Después de todo, dice sonriendo con sarcasmo, el mal gusto de la obra representa muy bien a Pesaro.
Afirma que el Doge era un trepador muy ambicioso. Provenía de una familia rica y se metió muy temprano en política. A pesar de obtener muchos cargos honorables, su reputación estuvo lejos de ser intachable.
En 1642, cuando comandaba la guarnición de Pontelagoscuro, abandonó su puesto y salió despavorido al acercarse el enemigo. Años después estuvo implicado en un escándalo por malversación de fondos oficiales. También utilizó sus cargos públicos para apropiarse de tierras y acrecentar aún más su fortuna.
(EL PAÍS CULTURAL)