Nouvelle: reina de la ficción, la literatura de ficción en el escenario de la hipertecnología

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    Con Samanta Schweblin.

    En el marco de la Feria del Libro de Montevideo El País Cultural entrevistó a la escritora argentina Samanta Schweblin, que vino a presentar su última novela, editada por Penguin Random House: Kentukis, una fantasía futurista (no tan lejana) que postula la existencia de unos robots de compañía llamados kentukis, con apariencia de animal y forro de peluche cuya característica principal es la incorporación de una cámara que alguien desconocido manipula a distancia. La necesidad del exhibicionista y la del voyeur se conjugan en esta novela que habla del hoy, de la hipercomunicación y la soledad, de la necesidad de llenarla con lo que sea, sobre todo con lo desconocido y peligroso.foto cultuSchweblin (Buenos Aires, 1978) vive desde hace años en Berlín, donde dicta talleres de escritura y ha sido reconocida mundialmente con distintos premios (Juan Rulfo, Shirley Jackson, Konex, Ribera del Duero, etc.) y nominaciones (Man Booker International, entre otras). Entre sus libros destacan las colecciones de relatos El núcleo del disturbio (2002), Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2015), y la novela Distancia de rescate (2014), una potente reflexión en clave de horror realista sobre la contaminación alimenticia y las multinacionales agroquímicas.

    Samanta Schweblin sonríe cuando reconoce que algunos lectores, con cierta desilusión, no se la imaginan como es sino que tal vez esperaban esa suerte de monstruosidad, mala onda, oscuridad, que algunas de sus historias transmiten. Nada que ver. Schweblin destila simpatía, sonrisas y ánimo para responder concisa y generosa todas las preguntas. -Algunos textos tuyos parecen enmarcarse en dinámicas o atmósferas de género –la ciencia ficción en Kentukis, o el fantástico en cuentos como “Pájaros en la boca”, o el horror en Distancia de rescate- sin embargo creo que traspasás lo genérico, que a lo más jugás con sus fórmulas para hablar de las emociones y el presente. -Tal cual, tengo una sensación de extrañeza pero también me gustan esas etiquetas. De “Pájaros en la boca” se decía que era literatura fantástica y no, todo lo que pasa ahí es factible de suceder, es del orden de lo anormal pero no de lo fantástico. Lo que ocurre es que en el espacio de lo fantástico el lector queda mucho más seguro, protegido. Esa trampa me gustaba, la sentía como un halago. A Distancia de rescate la etiquetaron como una novela de terror, y no hay sangre ni vampiros pero de pronto las latas de arvejas ocupan el lugar del horror. Con Kentukis pasa igual, yo no creo que esto sea ciencia ficción, no es una novela sobre tecnologías sino sobre los problemas vinculares y de desvinculación del ser humano. Pero creo que hay un juego interesante con los límites de todos esos géneros. El concepto de género calma mucho. Mientras uno no lo pise del todo la travesía es mucho más inquietante. -Lo familiar y en especial lo filial conforma una parte importante de tu narrativa. ¿Te preocupa la reacción de tu entorno hacia el modo en que configurás artísticamente tu mundo privado?
    -Ahora no sé. En Pájaros en la boca y en Siete casas vacías tuve algunos miedos en relación a eso, miedos que no se cumplieron en lo más mínimo. Porque pensaba “ay cuando tal persona lea esto” y esa persona lo leía y no se identificaba para nada y de pronto otra persona a la que yo no había hecho alusión me decía “ay escribiste sobre mí”. Hay algo en el lector que uno no puede manejar. Es innegable que la ficción se construye con experiencia de vida pero nunca pensé a mi familia como personajes: mi madre nunca es mi madre, mi padre nunca es mi padre, ni lo serán, no me interesa, pero tenía miedo de esa lectura. Por suerte fueron muy inteligentes en ese sentido y entienden que es un ejercicio de ficción. -Tu escritura es dinámica y visual. Has sido llevada al cine (“La pesada valija de Benavidez”), y estudiaste Diseño de Imagen y Sonido en la Universidad de Bs. As., ¿cómo influyó ese aprendizaje en tu narrativa?
    -No sé si en el propio ejercicio de haber sido estudiante de cine o por las películas que vi. La carrera de cine es muy experimental, muy práctica. Yo estudié en la UBA y todo el tiempo se pensaba en la problemática de cómo se cuenta una historia, qué se cuenta, qué se deja de contar, qué dicen los personajes cuando no dicen nada. Había un montón de preguntas y problemas con el timing, el montaje, la edición. Al lado de eso, la carrera de letras en mi país era algo muy teórico, tenía que ver con la literatura pero no con la escritura. En cambio la carrera de cine tenía mucho que ver con la práctica de la escritura.
    -¿Y por qué estudiaste cine y te dedicaste en cambio a la literatura?
    -Es que no quería ser cineasta. Cuando lo veo ahora me doy cuenta de que en realidad estaba tomando buenas decisiones desde el lugar intuitivo, porque lo que me pasaba es que estaba enamorada de la literatura pero no encontraba un espacio académico donde poder estudiarla, y para mí la relación que yo tenía con los escritores era muy distinta de la que se tiene hoy. Cuando yo tenía diez años un escritor era un tipo que estaba en la solapa de un libro, en sepia, era un hombre (nunca mujer), y estaba muerto. No había nada más alejado para mí que la idea de ser un escritor, pero la idea de contar historias estaba latente y lo más parecido a contar una historia era el cine. Y eso fue lo que me decidió, fue más interesante pensar la literatura desde su construcción, desde los problemas de cómo se cuenta que desde un lugar teórico como hubiera sido estudiar literatura española del siglo XIX.

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    EL ESCRITOR GENIO

    -Y ahora se enseña a escribir en talleres. ¿Creés en los talleres literarios como formadores de escritores? -Sí y no, creo que se puede enseñar muchísimo a escribir. Se pueden enseñar técnicas de escritura, y creo que hay que salir de este lugar un poco sacro del escritor genio que nace genio. Lo que no se puede enseñar y de hecho no se debería enseñar –me parecería poco ético- es esa visión personal que cada uno puede tener del mundo, eso me parece como una piedra preciosa que cada uno carga adentro y que es intocable, no hay que permitir que nadie se meta ahí y uno no debería meterse. ¿Cuál es el tamaño y el color de esa piedra? No lo sé. Pero esa belleza no tiene que ver con el genio sino con una educación emocional y con preguntas vitales que uno se hace y con vidas que uno tiene adentro. Un taller quita hojarasca, saca a los talleristas de los lugares comunes, pero no de la literatura sino de ellos mismos.
    Genera espacio, pero no puede llenarlo, lo tiene que llenar cada uno.

    (EL PAIS CULTURAL)

     

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