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domingo, 11 de mayo de 2025
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No olvidemos las fábulas de Montiel

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Diario EL PUEBLO digital
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Empezaba el mes de agosto del año 1971 y falleció el escritor Adolfo Montiel Ballesteros. Nadie puede dudar de llamarlo salteño, además así lo sostenía él, aunque había nacido en el departamento de Paysandú (cerca del Daymán). Su nacimiento fue el 2 de noviembre de 1888 y su fallecimiento el 1 de agosto de 1971. Montiel escribió  mucho, entre ello escribió para niños. No es fácil determinar exactamente qué es literatura infantil, pero Montiel tiene textos con la voluntad del autor de dirigirse a un público infantil. Hoy queremos recordarlo, homenajearlo, revalorizarlo si es posible. Para algunos de nuestros lectores, tal vez sea un descubrimiento, para otros quizás una relectura, un recuerdo seguramente agradable. Aquí van algunos de esos textos a los que nos referíamos, las fábulas:

EL OMBÚ

Dios repartía sus dones a los árboles y éstos se adelantaban a elegir atributos y bellezas.

Yo quiero ser fuerte, dijo el ñandubay, y fue más duro que la piedra, más resistente que el hierro.

Mi ideal es ser saludable, exclamó la anacahuita, y lo consiguió. Al Jacarandá le concedieron esa agilidad de verso temblante, lírica en la primavera cuando luce su penacho lila maravilloso.

El laurel reclamó hojas oscuras y lustrosas.
El espinillo se adornó con sus áureos pompones perfumados.
La pitanga y el guaviyú pidieron azucarados frutos. El ceibo se decoró de bellas flores rojas. El tala quiso rudeza india de nudos y espinas. El viraró, elegancia. El sauce llorón, poesía. El cina-cina, transparencia. El ñapindá avaro reclamó uñas. La aruera, un poder misterioso para castigar a los inciviles que no le rindieran homenaje. El paraiso, aroma. Y las tacuaras, esbeltas y musicales, solicitaron ser útiles para las picanas del trabajo y para arrancar una sonrisa de júbilo a los niños como armazón de la luminosa cometa.

Después vino el ombú.
Dios había agotado todos sus dones.
– ¿Qué te puedo ofrecer, pobre ombú?
Sombra para el descanso de los hombres.
Todos la poseen.

Corpulencia para ser un índice en la vastedad de la llanura, para que el gaucho, desde la lejanía, sienta la emoción del hogar tibio que lo espera.
-¿Y qué más, ombú?
– Deseo que mi leña sea débil, esponjosa y frágil; que no resista a una ensambladura o a un clavo. Que se quiebre a la menor presión. Que se vuelva polvo al contacto del sol o de la lluvia.

Dios estaba extrañado:

-¿Y por qué, ombú, no pides coloridas flores o sabrosos frutos? ¿Por qué no quieres tener una bella madera para fabricar la cuna del niño, la mesa de la familia, el barco para el viaje, el ataúd para el descanso último?

Padre mío – contestó el ombú humilde-, sé que una vez vino al mundo un hombre bueno que predicaba el amor, la justicia y el bien. Los demás hombres lo persiguieron, lo condenaron y lo crucificaron en una cruz, hecha con el dolor de algún hermoso árbol.

Aún existen soñadores en la tierra.
Déjame contento, concediéndome lo que pido.
Tendré la conciencia tranquila pensando que nunca contribuiré al crimen de asesinar a un justo.

EL CHURRINCHE 

El indio -nuestro bisabuelo- era silencioso, áspero y heroico. Amaba su tierra como la ama el espinillo que hunde en su seno la amorosa raíz y por eso la defendió del intruso extranjero, con las bolas de piedra mora, con las flechas de urunday, con las lanzas de madera curada.

En su defensa se hizo centauro. No durmió.
Cruzó ríos a nado. Sintió el morder del acero y la insidia del fuego traidor.
Pero no cedía.
Su bello cuerpo de bronce jalonó las cuchillas desde el Río como mar hasta el Cuareim y el Ibirá Poitá y no cayó una vez sino de frente y como un héroe.
Se metió en los bosques.
Ganó las sierras.

Sólo retrocediendo ante la fuerza terrible y ciega, combatió al ibero cruel y luchó contra el mestizo descastado y sin entrañas.
Su número mermó, no su coraje.
¡Los que restaban seguían encendiendo fogatas en los cerros y lanzando gritos de guerra!

Manos mercenarias asesinaron a los últimos, que no se rindieron.
Fue en una emboscada.
En un rincón de río indígena, de monte espinoso y crudo.
La soldadesca les daba caza como a fieras.

Fusilados, heridos, desangrados, se acababan.

Algunos atinaron a hundirse en el río padre que los recibió amoroso.

El último, un cacique joven, fuerte y esbelto, que no pudo arrastrarse hasta el agua salvadora y no quería caer vivo en manos de los intrusos, se alargó la herida que le abría el pecho y sacó su corazón arisco, rojo y libre, que se volvió un churrinche encendido y voló a refugiarse en el seno caliente de los bosques nativos.

Y ahí anda ese pajarito de fuego.
Ágil. Solo. Silencioso.
No canta.
Quizá por no llorar.

Y como las sensitivas que cierran sus corolas al menor contacto extraño, él se muere si lo meten en una jaula.
Vuela rápido. Como una bola arrojadiza que llevara el haz de paja encendido, el fuego santo que florecía el incendio en la casa del intruso.
Se detiene en un árbol criollo y se dijera que lo florece.
Pero es un relámpago. Ya se pierde en la espesura maternal ese corazón de charrúa con alas.

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