La primera media hora de la mañana siempre arranca lenta. El café burbujea en la cocina y yo todavía no termino de desperezarme. Afuera la calle suena con sus primeros ruidos: un vecino arrastrando la silla, el motor de una moto, algún pájaro que todavía insiste. Y yo sé que, detrás de la puerta, me espera algo. Nunca sé en qué forma va a estar: a veces extendido, otras apretado sobre sí mismo, y jamás entiendo cómo logra llegar hasta ahí.
Voy, porque siempre voy. Por costumbre, por rutina, o porque ya no imagino el día sin ese gesto de abrir la puerta y ver qué me dejó. Hoy lo encuentro enroscado, sostenido por una bandita elástica. Lo levanto y me pregunto qué traerá esta vez. A veces me regala malas noticias, otras me hace viajar lejos con apenas un titular.
Tiene esa cosa extraña: parece liviano, pero guarda un peso propio. El tacto es el mismo de siempre, la rugosidad del papel, el olor a tinta que se mete en las manos. Pienso en la gente que se encargó de encastrar cada palabra, de elegir qué va y qué no.
Hoy, sin embargo, siento que me habla distinto: —Estoy en tus manos porque volé. Me imprimí solo, pero llegué completo. Nadie notaría si faltara una página, hay demasiados como yo en otras manos. Igual, cada día me renuevo, y contigo nunca llego de la misma manera.
Lo escucho y asiento en silencio. El diario siempre me ofrece todas sus caras: las voces que no conozco, las historias que me gustaría ignorar, los paisajes lejanos que se cuelan entre las páginas. Y aunque parezca que él llega por decisión propia, sé que al final depende de mí: de si lo abro, de si me dejo atravesar por lo que trae o lo dejo descansar en la mesa, como si no existiera.
Pero me hace bien sentirlo cerca, ahora más que antes, porque el Diario el Pueblo tiene una nueva oportunidad de suscripción.
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