Los últimos charrúas
Vamos cerrando las puertas de Abril y como cada año, en este mes surgió el recuerdo de “la matanza de Salsipuedes” o “el exterminio de los charrúas”,
ocurrido el 11 de abril de 1831. Y con el recuerdo, surgie-ron otra vez por supuesto las diversas interpretaciones sobre tan significativo episodio en la historia nacional. Están los que condenan enfáticamente el accionar del Presidente Fructuoso Rivera, y quienes entienden, sin embargo, que el mandatario no hizo más que cumplir con el generalizado clamor del pueblo. Una buena síntesis, sin apasionamientos imprudentes, hace el historiador Lincoln R. Maiztegui Casas (1942-2015), en el Tomo 2 de su colección “Orientales – Una historia política del Uruguay”. Es pertinente leerlo:
“La forma en que el presidente Rivera, personalmente, liqui-dó el problema del puñado de charrúas que aún vivían a la antigua usanza es uno de los temas más controvertidos de este período. En un país que intentaba organizarse como tal, la subsistencia de unos pocos cientos de indígenas que no se integraban, no respetaban la propiedad privada y atentaban constantemente contra los bienes y aun contra la vida de los productores era un factor irritativo de considerable importancia. El su poema gauchesco El despido, Osiris Rodríguez Castillo describe gráficamente los peligros de aquella realidad, a través de los recuerdos de un niño:
Lo tengo bien presente en el recuerdo
la noche del asalto, allá en la estancia,
fortín de piedra que melló en su tiempo
mucho malón filoso de la indiada.
Tata había acantonao pa defenderse
su personal de crédito en las casas,
y mama, como encinta de la muerte,
pasaba un delantal preñao de balas.
Por lo tanto, había en aquel momento un clamor generaliza-do respecto a la necesidad de terminar con aquella situación. No es justo estudiar -y juzgar- lo acontecido en 1831 sin tomar en cuenta esta demanda, que provenía de los cuatro puntos cardinales de la nueva República. Lavalleja, por ejemplo, aconsejaba a Rivera, en febrero de 1830, que “tome las pro-videncias más activas y eficaces (…) para la seguridad del vecindario y la garantía de sus propiedades. Dejados estos malvados a sus inclinaciones naturales y no conociendo freno alguno que los contenga, se librarán sin recelo a la repetición de actos (…) que les son familiares”.

Rivera contaba con gran popularidad entre los indios en ge-neral, incluidos los charrúas. Por ello, le resultó relativamen-te sencillo atraer a los principales caciques a una trampa. Eduardo Acosta y Lara ha narrado con profusión de datos la tragedia en su obra La guerra de los charrúas, pero no debe olvidarse que estamos ante una tradición sin soporte docu-mental. La versión recogida por Acosta y Lara es la que algu-nos charrúas supervivientes le narraron a Manuel Lavalleja, que vivió un tiempo con ellos; por lo tanto, ni está documen-tada, ni es imparcial. De esa fuente la tomó el general Antonio Díaz (1789-1869), y por su intermedio pasó a su descendiente, el gran escritor Eduardo Acevedo Díaz (1851-1921), que nació veinte años más tarde de consumados los hechos. Aquí se transcribe sin tomar partido por su eventual veracidad:
Los principales caciques (Polidoro, Rondeau, Brown, Juan Pedro, Venado) fueron citados por el presidente para parla-mentar con el pretexto de que “el Ejército necesita de ellos para ir a guardar las fronteras del Estado”, según lo que el propio Rivera escribió a Julián Laguna en marzo de 1831. “Prevendrá (a los indios) del próximo arribo del General en Jefe a dicho paraje (…) infundiendo la mayor confianza a aquellos y asegurándoles la buena disposición y amistad del Presidente hacia ellos” – continuaba. Los indios, aún desconfiando, aceptaron la cita y se reunieron con Rivera en el potrero de Salsipuedes, un arroyo afluente del Río Negro, el 11 de abril de 1831. De acuerdo a lo pactado los indios fueron con sus mujeres y niños (la “chusma”, como se les llamaba) y sin armas, mientras Rivera escondió 1200 hombres armados. Se comió y se bebió en abundancia, y cuando los aborígenes estaban con mucho alcohol en el cuerpo, comenzó una despiadada matanza. Según relato de Acevedo Díaz “el presidente Rivera llamaba en voz alta de “amigo “ a Venado y reía con él (…) y el coronel Bernabé Rivera, que nunca les había mentido, brindaba a Polidoro con un chifle de aguardiente en prueba de cordial compa-ñerismo (…) El general Rivera (…) dirigiose a Venado con calma: “Emprestame tu cuchillo para picar tabaco”. El cacique desnudó el que llevaba en la cintura y se lo dio en silencio. Al cogerlo, Rivera sacó una pistola e hizo fuego sobre Venado. Era la señal de la matanza. El cacique, que advirtió a tiempo la acción, tendiose sobre el cuello de su caballo dando un grito. La bala se perdió en el espacio. Venado partió a escape hacia los suyos. Entonces la horda se arremolinó y cada charrúa corrió a tomar su caballo. Pocos, sin embargo, lo consiguieron, en medio del espantoso tumulto que se produjo instantáneamente.
Siempre según la misma fuente, se generalizó la matanza. El cacique Vaymaca Perú (1780?-1833), que había sido apre-sado por un grupo de soldados, miró al presidente a la cara y le dijo, con infinita decepción: “Mirá Frutos, matando a los hermanos”. Rivera dio orden de que le respetaran la vida. (…)
