Cada 21 de septiembre el mundo vuelve la mirada hacia una de las enfermedades más desafiantes del envejecimiento: el Alzheimer. Pero antes de nombrarla, conviene detenernos un instante y aclarar de qué hablamos.
“La demencia no es una enfermedad en sí misma”, explica la Dra. Valentina Vargas, geriatra y gerontóloga. “Es un síndrome, un conjunto de síntomas y signos que afectan funciones cognitivas como la memoria, el lenguaje, la orientación y la resolución de problemas. Todo esto interfiere en la vida cotidiana, generando dependencia”.
Durante años se usó la expresión “demencia senil”, una etiqueta que hoy está en desuso. Y es importante subrayarlo: aunque este tipo de trastornos aparezca con más frecuencia en personas mayores, no es —ni debe confundirse con— parte normal del envejecimiento.
Dentro de este grupo de trastornos, el Alzheimer es la causa más frecuente. Una enfermedad neurodegenerativa, progresiva e irreversible, que empieza dañando áreas puntuales del cerebro y se va extendiendo con el tiempo. Aunque existe una forma hereditaria, solo representa un 5% de los casos. “En la gran mayoría de los pacientes, es adquirida”, aclara la especialista.
El primer síntoma suele ser sutil y, al mismo tiempo, alarmante: la memoria reciente comienza a fallar. Olvidos que se repiten, preguntas formuladas una y otra vez, dificultades para manejar dinero o realizar compras simples. Señales pequeñas pero insistentes, que ameritan una consulta.
“El diagnóstico es clínico y se realiza a través de la Valoración Geriátrica Integral, que incluye aspectos médicos, mentales, afectivos, funcionales y sociales”, explica Vargas. A eso se suman estudios para descartar otras causas: análisis de sangre, estudios de tiroides, vitamina B12, resonancia o tomografía, e incluso electrocardiograma (por los efectos secundarios de algunos medicamentos).
La enfermedad avanza y con ella se ven comprometidas la planificación, el lenguaje, la orientación, la marcha, el control de esfínteres. Se suman, además, síntomas como irritabilidad, insomnio, apatía, agresividad o ideas delirantes. Un cuadro que afecta a toda la familia, nunca a una sola persona.
El Alzheimer es multifactorial. Entre sus factores de riesgo están el sedentarismo, el estrés crónico, la hipertensión, la diabetes, la depresión y un bajo nivel educativo. Por eso, la prevención también tiene varias caras: actividad física regular, alimentación saludable (con presencia de pescado), estimulación cognitiva y participación en actividades significativas. Todo suma.
Un momento delicado es el de la comunicación del diagnóstico. “Debe hacerse lo antes posible, con claridad, escucha activa y contención, tanto para el paciente como para su entorno”, señala la geriatra. Involucrar a la familia no es opcional: es imprescindible. Entender que se trata de una enfermedad progresiva permite planificar y, sobre todo, aliviar la sobrecarga emocional del cuidador.
En Uruguay existen algunos recursos de apoyo, como la Asociación Uruguaya de Alzheimer (con filial en Salto), el Sistema Nacional de Cuidados y servicios de teleasistencia. Sin embargo, las carencias siguen pesando. “En Salto no contamos con centros de cuidados diurnos, algo que sería de enorme ayuda”, apunta Vargas.
Mientras tanto, la ciencia avanza. Nuevos medicamentos fueron aprobados en Estados Unidos y Europa para casos seleccionados. Y, junto a ellos, crecen las estrategias no farmacológicas, cada vez más respaldadas por la evidencia.
La conversación vuelve, entonces, a quienes sostienen el día a día: los cuidadores. “Abordar el Alzheimer es abordar al binomio paciente-cuidador. Esa persona es quien garantiza la supervivencia del otro, y sus necesidades también deben ser prioridad”, enfatiza la especialista.
Y quizás ahí está la enseñanza más fuerte: frente a una enfermedad que borra recuerdos, es el vínculo humano el que sostiene la memoria de la vida compartida.





