Estimados lectores. Hace algunos días, el mundo recordaba la gesta de la tripulación del Apolo XI, cumpliéndose 52 años de la llegada del hombre a la luna. Un amigo, nos hizo llegar una linda información, que nos mostraba cómo, aún siendo las personas más famosas del mundo en ese momento, los astronautas, tenían como héroe a un argentino más conocido como “el Loco”.
El Ministro de Defensa del Gobierno del Gral. Juan Carlos Onganía (Dr. Cáceres Monié), no se cansaba nunca de contar el siguiente hecho: cuando en 1969 los primeros seres humanos que pisaron la luna llegaron a Argentina dentro de la gira triunfal que habían comenzado alrededor del mundo para ser aclamados y agasajados, él fue el encargado de recibirlos y no apartarse de ellos en las ceremonias, ya que Monié hablaba perfectamente inglés y los americanos ni una gota de español.
El tema es que Cáceres Monié estaba ahí donde fuera, paradito junto a Neil Armstrong, Michael Collins y Edward «Buzz» Aldrin, flanqueados por la bandera Argentina por un lado y la Norteamericana por el otro. La recepción era en Cancillería, frente a la Plaza San Martin y entre cada saludo y saludo, Armstrong, que se acercaba al oído de Cáceres Monié, le susurraba: «¿Ud. cree que esto va a finalizar rápido?» _decía el americano con gesto de preocupación- «Pero, porqué»- preguntaba Monié extrañado- A lo que Collins (en la oreja opuesta de Monié) susurraba: «Es que nosotros vinimos a Argentina sólo para ver al «Loco» y sabemos que a las 8 de la noche se retira a dormir»….«Y nosotros partimos de Ezeiza mañana a las 7hs!!!»…..Neil Armstrong lo aturdió al Ministro de Defensa con este reclamo, porque él quería ir a ver a su héroe, su único héroe de la infancia, al «Loco».
Solo el ancho de la Plaza San Martín separaba la Cancillería del humilde departamento del 7mo. piso del edificio de Florida y Avenida Santa Fe. Un departamento en el cuál en ese momento un viejito muy débil, frágil y bajito le pasaba una franela a sus libros en la biblioteca, un plumerito a esa artesanía en madera tan amada por él que representaba a Ícaro, y le pasaba (orgulloso) una virulana a una plaqueta de bronce que su amigo Belisario Roldán le había regalado en 1916 y que decía: «Yo tengo una cosa aguda que decirle a los astros: ya no son ellos los únicos que han visto a los Andes desde arriba».
Y es que ese viejito, a los 31 años, junto a su inseparable compañero Eduardo Bradley, realizó la mayor proeza hasta ese momento: por primera vez cruzó con su globo remendado «Eduardo Newbery» las aterradoras montañas de Los Andes por encima de los agudos picos nevados, en trayecto de Santiago de Chile a Mendoza. Soportan temperaturas de 33° bajo cero, pero el globo no termina de subir, se estabiliza a los 6.500 metros y ven cómo van a estrellarse o contra el Aconcagua o contra el Tupungato: había que desprenderse de todo el peso posible. Arrojaron las bolsas de arena y nada. Lanzaron las bolsas con comida. Nada aún. Tiraron por la barquilla los revólveres y las municiones. Las paredes seguían acercándose a colisionar de lleno contra ellos. Nada aún. Con todo dolor se desprendieron de todos sus instrumentos científicos, catalejos, relojes y anclas. Igual. En un último intento, se desprendieron de su ropa de abrigo pesada y luego de la liviana. Cuando ya estaban por quitarse los calzones y las camisetas y desprender la barquilla para solo quedar atados a las cuerdas del globo, una proverbial corriente de aire los levanta y pasan a escasos 6 metros por encima del Aconcagua. Ven los valles mendocinos y se largan a llorar como chicos, por más que el porrazo del descenso fue memorable, aunque sólo rasguños. Quedaron al borde de un abismo, tambaleando como la piedra movediza, pero unos paisanos los salvaron. Esa misma tarde en Mendoza casi 2000 personas los llevaron en andas. A los 2 días en Buenos Aires iban en andas sobre casi 40.000.
A ese viejito los franceses lo llamaron «Capitán Soulage», ya que colaboró anónimamente con la aviación militar francesa durante la Primera Guerra, produciendo múltiples derribos a los alemanes y era público y sabido que Manfred von Richthofen (el Barón Rojo) siempre buscó por los cielos al «único halcón que vuela como yo», para dirimir talentos, aunque nunca se encontraron.
Por: Dr. Adrián Báez