Octubre no trae sólo el aroma de la primavera ni el polen que nos hace estornudar y toser como si fuéramos dragones transitando un episodio asmático. Octubre trae ansiedad, trae crisis, trae la pregunta más cruel del año: “¿Cómo pensás llegar al verano?”.
Es increíble cómo el calendario se convierte en un entrenador personal pasivo-agresivo. Hace apenas unos meses estábamos tranquilos, comiendo guiso, torta frita y bizcochos porque “total, falta para el verano”. Pero ahora, de golpe, nos encontramos en la cuenta regresiva: quedan apenas semanas para “estar bien”. Y “estar bien” es ese concepto difuso que todos entendemos pero nadie puede definir sin caer en clichés de propaganda de gimnasio.
En este preciso instante, las dietas resurgen como modas pasajeras que prometen lo mismo que un político en campaña: resultados rápidos, fáciles y milagrosos. Están los que se tiran al keto, los que juran que el ayuno intermitente es “lo único que funciona” (aunque a las 11 de la mañana ya se comieron un alfajor), y los que aseguran que la clave está en dejar los carbohidratos…justo hasta que pasan por la panadería y huelen ese aroma clásico de bizcochos y harinas recién salidas del horno.
El gimnasio, para los que deciden acercarse a uno, se convierte en un escenario de teatro: entramos con la determinación de un gladiador romano, pero a los diez minutos ya estamos negociando con nosotros mismos si no sería más sano caminar hasta la heladera en casa. Nos anotamos en clases de spinning, crossfit o pilates con la fe ciega de quien compra un billete de lotería, porque siempre existe la esperanza absurda de que el cuerpo cambie de un día para el otro.
Y mientras tanto, la ropa también juega su papel. Octubre es el mes en que descubrimos que el short que nos entraba en febrero ahora nos mira desde el ropero como diciendo: “Intentá, dale, te desafío”. Y ahí empieza la verdadera tragedia: tratar de meter en el mismo pantalón de verano un cuerpo que acumuló tres inviernos seguidos de guisos, picadas y “un pancito más”.
Lo curioso es que todos sabemos, en el fondo, que esta historia se repite todos los años. Que nunca vamos a llegar a la playa con ese físico de revista, pero igual nos sometemos al mismo vía crucis de dieta, gimnasio, y falsa motivación. Porque no se trata sólo del cuerpo: es una guerra psicológica contra esa voz interna que dice “este verano no te vas a sacar la remera”.
La paradoja, por supuesto, es que el verano siempre llega, aunque vos no llegues al verano. Podés matarte de hambre, podés comer lechuga, podés correr como si te persiguiera la DGI, y al final el sol sale igual, la playa se llena igual, y nadie está tan pendiente de tus rollitos como vos mismo.
Quizás, y digo quizás, el verdadero desafío no sea tener abdominales, sino aprender a convivir con la panza, con la muzzarella, con el helado de dos gustos y con esa felicidad que siempre tiene forma de comida. Porque sí, el verano está a la vuelta de la esquina, pero la vida pasa ahora. Y prefiero llegar con un kilo de más y una sonrisa, que con tres kilos menos y una cara de lechuga marchita.
Aunque bueno… mañana empiezo la dieta.





