100 años de “Cuentos de la Selva”
A fines de 1918, el corresponsal chileno de la revista argentina Caras y Caretas, Ángel Cruchaga Santa María, fue a entrevistar a su compatriota y colega Eduardo Barrios. Al entrar en la casa de Barrios, lo encuentra rodeado de sus hijos que «escuchaban embelesados una lectura». Tras un saludo, el cronista se disculpa y ocurre este intercambio:
—He venido a interrumpirlo.
—¡No diga eso!
—¿Que leía, Eduardo?
—Los Cuentos de la Selva, de Horacio Quiroga.
El mayor de los niños, un pícaro rubio de siete años, se acerco y le dijo con orgullo:
—Ese libro me lo mandaron a mi. Es muy lindo. ¿Quiere que sigamos leyendo?
El menor miró al corresponsal con rabia, como echándole en cara la intromisión. ¡Un cuento de niño interrumpido, que no dejaba llegar a su fin!
Concluyó la lectura y Eduardo Barrios le dice a propósito de los Cuentos de la Selva:
—Es un volumen sabrosísimo. Quiroga sabe hablar a los niños, encender su fantasía inocente, poner a su alcance vibraciones cordiales, principios generosos y aun chispas de ironía. Estos cuentos completan su personalidad con un aspecto que yo no le conocía. Es un cuentista maestro, vibrante, sabio y múltiple. Los niños, en el patio, simulan el combate entre los yacarés y los hombres, vuelan en la fantasía que Quiroga les envió con su cuento.
Este episodio ocurrió a pocos días del lanzamiento del libro Cuentos de la Selva y a casi mil quinientos kilómetros de distancia de la imprenta que estampó la primera edición. Luego de estar un tiempo en Misiones, Horacio Quiroga había dado a luz lo que se convertiría en una de las obras clásicas de la literatura rioplatense, cuyo origen hay que rastrearlo en las narraciones orales que el autor hizo a sus hijos pequeños en la selva misionera. Tras 100 años siguen presentes en las lecturas escolares y en el imaginario popular. Representan, muchas veces, la primera experiencia de los nacientes lectores.
UN NEGOCIO.
Dos años antes de la edición del libro, Quiroga le escribe desde Misiones a su amigo Luis Pardo, editor de la revista Fray Mocho: «Va larga historia-cuento para muchachos chicos, que creo gustará. Tengo 8 o 10 de esos hechos en la cabeza —cada uno de media página—. Si le agradan, mándemelo decir con Romerito para evitarme trabajo de escribirles en balde. Escribo hoy a Cao, invitándolo deferentemente a que quiera hacer unas cuantas viñetitas para el cuento ese. Él lo hará muy bien».
El cuento fue publicado con el título «Los cocodrilos y la guerra» en tres páginas que incluían doce viñetas del dibujante José María Cao. Poco tiempo después Quiroga vuelve sobre el asunto y le pregunta a Pardo: «¿siguen interesándole cuentos de chicos? ¿Quiere que siga en lo hecho, o que alterne?» No se conoce la respuesta escrita del editor, pero se puede deducir que fue afirmativa, porque durante ese año y el siguiente Quiroga continuó publicando estos cuentos en la misma Fray Mocho y en otras dos revistas con las que también colaboró, P.B.T. y El Hogar. Estos cuentos tenían un antetítulo o epígrafe que rezaba: «Cuentos para mis hijos». En paralelo, Quiroga realizó diversas gestiones para su publicación en Uruguay como libro de lectura escolar. Incluso intentó aprovechar la presencia de amigos salteños en el gobierno, como le comenta a su amigo José María Delgado a mediados de 1917: «Me interesa mucho también que el otro amigo Mezzera (por entonces Ministro de Instrucción Pública) guste del libro. Tengo bajo sus auspicios un negocio de libro de lectura —los cuentos para chicos, de que creo te he hablado— que no desearía dejar enfriar para nada». La gestión continuó porque en mayo de 1918 le escribe a Alberto Lasplaces: «Y si Ud. tuviera deseos en cualquier momento de charlar sobre un libro escolar de cuentos para niños que tengo intenciones de publicar en estos meses, me agradaría mucho. Su posición oficial me puede dar buenas luces». Sus amigos y biógrafos Alberto Brignole y Delgado brindan luces sobre el desenlace de este intento: «con la convicción que tenía del valor educativo de su libro y las altas influencias que lo amparaban, daba por descontado el logro de sus deseos. Sin embargo, aconteció lo contrario: parecía estar de Dios que allí donde este selvático apuntara a una presa con vistas al negocio, el tiro le saliera por la culata».
Algunos entendían que el libro podía ser pernicioso para los niños. «El caso fue que, cuando se pasó su propuesta a informe de los inspectores escolares, éstos lo produjeron de modo lapidario: tal tiempo de verbo estaba mal colocado, esta cláusula quedaba sin sentido, aquella repetición de vocablos denotaba pobreza y mal gusto, cual giro era una verdadera bofetada aplicada a la sintaxis. Poner aquello entre las manos de los que recién se inician en el estudio del lenguaje escrito resultaba pernicioso. Esto en cuanto a la forma, porque, además, el libro desvirtuaba el propósito clásico de la fábula infantil: carecía de moraleja. Todo lo cual le fue fatal porque, ni aun con tantos apoyos como contaba, pudo levantar la excomunión a que su libro fue condenado».
Al final el primer millar de ejemplares de Cuentos de la Selva fue publicado en el segundo semestre de 1918 por Manuel Gálvez, que ya había editado el año anterior Cuentos de amor de locura y de muerte. Fue editado conjuntamente por la Sociedad «Buenos Aires» Cooperativa Ediciones Limitada y la Agencia General de Librería y Publicaciones. Incluía ocho cuentos que se mantuvieron en todas las ediciones posteriores, siete ya publicados, «La tortuga gigante», «Las medias de los flamencos», «El loro pelado», «La guerra de los yacarés» (publicado originalmente como «Los cocodrilos y la guerra»), «La gama ciega» (aparecida antes bajo el título de «La jirafa ciega»), «Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre», «El paso del Yabebirí» y uno inédito, «La abeja haragana».
El libro sería traducido al inglés en 1922 y al francés en 1927. Recién en 1935 se realiza la primera edición uruguaya por la editorial Claudio García, con ilustraciones de Eduardo Vernazza. Cuentos de la Selva es la punta del iceberg de su literatura infantil. Hay que agregar dos series de textos aparecidos en revistas y solo reunidos en libro de forma póstuma, Cartas de un cazador y De la vida de nuestros animales. Algunos de estos relatos fueron publicados bajo el rótulo «Los cuentos de mis hijos», la «definición más exacta de su literatura infantil», según Ángel Rama.
Esta preocupación por la literatura infantil, más allá de los legítimos intereses profesionales, va de la mano de las propias circunstancias de vida de Quiroga. Tuvo tres hijos. Con su esposa Ana María tuvo los dos primeros, que nacieron en Misiones, en este contexto de producción literaria. Eglé nació en 1911 y Darío en 1912, a los que se sumará María Elena «Pitoca» en 1928. Diversos testimonios afirman que la relación de Quiroga con sus hijos no fue fácil. Ello se reforzó con la muerte de Ana María en 1915. Quiroga intentó aplicar una pedagogía extravagante. «Quería criarlos al amparo de la ternura y el consejo, pero curtidos como cachorros de monte», dicen sus biógrafos. Así surgen «Los cuentos de mis hijos». Basado en el testimonio de Darío Quiroga, Rodríguez Monegal explica: «Paradójicamente, este padre absorbente y tiránico, sabía ser el más delicioso narrador de cuentos infantiles, que el iba armando sobre la trama misma de los días y las noches misioneras. Muchos de esos relatos (que luego escribiría y publicaría) fueron inventados en los primeros años de los chicos, cuando aún vivía la madre; otros corresponden al período de la viudez en San Ignacio o a la instalación en Buenos Aires».
ALMA DE ROBINSON.
La expresión «cuentos de la selva» sugiere un lugar y un ambiente preciso: la selva misionera que conoció, vivió y entendió Quiroga. Él mismo escribió, en 1916 y con el seudónimo «Misionero», un relato que brinda luz al respecto. El título fue «Los Robinsones del bosque». El personaje es un joven empleado de banco que un día amanece en el bosque y decide correr el riesgo de vivir la «vida intensa» del monte. Este «Robinson veraniego» tiene coraje pero también un «miraje de vida inocente». El encuentro con una víbora de cascabel lo hizo pasar de considerar monótona y demasiado inocente la vida de aquel «país» a verla como peligrosa, y sale del bosque a paso vivo. Concluye el narrador diciendo que «el bosque le murmura (…) irónicamente»: «Demasiada fuerza a destiempo… El bosque es hostil exclusivamente a dos clases de personas: las que no creen en las víboras y las que las ven a cada paso». A fines de ese año Quiroga regresó de Misiones a Buenos Aires, donde se había radicado en 1910. Había llegado a Misiones en 1903 participando de la expedición de Leopoldo Lugones.
(EL PAIS CULTURAL)