Para el nuevo marco de consumidores de sentimientos en que han quedado convertidas las aficiones, en el fútbol se disputa un nuevo partido, vivido como una experiencia mágica, entre tres cuestiones diferentes y cercanas, que se entrecruzan de manera sorprendente: la pasión, la agresividad y la violencia. Es un partido donde la pasión se entiende como desorden del ánimo, como preferencia muy viva por algo y como afición vehemente. La agresividad entra en el fútbol como capacidad de brío o de decisión para una acción, como posible propensión a ofender o como un hecho que implica una provocación o un ataque. Y la violencia comprende actos fuera de su estado natural, lo que suponga ímpetu y fuerza, lo que se realice con brusquedad, las acciones contra el gusto, los hechos fuera de razón y justicia, las situaciones embarazosas y el genio arrebatado que se deja llevar por la ira.

En consecuencia es prácticamente imposible acabar con la violencia en el fútbol, pero sí se pueden combatir con intensidad sus manifestaciones con arrebatos o fuera de razón y justicia y reducir las circunstancias fatídicas. Por tanto el fútbol lleva en sí una conducta violenta innata pero reglamentada y otra violencia asociada, que ha saltado la línea de banda hasta preocupar a todos los estamentos del deporte y a las autoridades: la crueldad, sobre todo, entre espectadores. Se han analizado sus posibles causas y se ha llegado a la conclusión de que afecta a dos ámbitos. Primero, en el caso del juego, la violencia desarrollada en la cancha estimula los comportamientos agresivos de los espectadores.
Cabe preguntarse desde EL PUEBLO, si en los sistemáticos reclamos a los jueces de parte de los futbolistas, no nace la violencia que después se extiende a otros ámbitos. ¿O el reclamo sistemático no es acto de violencia en sí mismo?