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sábado, noviembre 29, 2025
Columnas De Opinión
Dr. Ignacio Supparo
Dr. Ignacio Supparo
Ignacio Supparo Teixeira nace en Salto, URUGUAY, en 1979. Se graduó en la carrera de Ciencias Sociales y Derecho (abogado) en el año 2005 en la Universidad de la República. Sus experiencias personales y profesionales han influido profundamente en su obra, y esto se refleja en el análisis crítico de las cuestiones diarias, con un enfoque particular en el Estado y en el sistema político en general, como forma de tener una mejor sociedad.

Una reflexión sobre los riesgos de una ley que habilita al Estado uruguayo a expropiar viviendas vacías. Ignacio Supparo Teixeira sostiene que detrás del discurso de justicia social se esconde un ejercicio de control político y pérdida de libertades.

Expropiar no es justicia social: es control disfrazado de solidaridad

“Cuando el Estado juega a ser inmobiliaria con la plata de todos, deja de cumplir una función social y empieza a ejercer poder sobre los ciudadanos.”

Ignacio Supparo Teixeira

En los últimos días, Uruguay ha dado un paso preocupante. El Senado aprobó una ley que habilita al Estado a expropiar viviendas vacías, abandonadas o con deudas. Como es usual por estos lares pseudos comunistas, la propuesta se presenta como un acto de justicia social: recuperar inmuebles que “no cumplen una función” y ponerlos al servicio de quienes los necesitan. Pero detrás de esa idea aparentemente solidaria se esconde un grave error de concepto y, sobre todo, una peligrosa distorsión del rol del Estado.

Muchos ciudadanos aplauden la medida porque creen que, si hay casas vacías y familias sin techo, lo lógico es que el Estado intervenga. Pero esa lógica es engañosa. Cuando el Estado decide meterse en el terreno de la propiedad privada, deja de ejercer una función social y empieza a jugar a ser una inmobiliaria. Y lo hace con el dinero de todos: el pago de esas expropiaciones, las reparaciones, el mantenimiento y la futura administración de esas viviendas saldrán de los impuestos de cada uruguayo. Lo pagará la doméstica, el almacenero, el peón rural, gente que jamás habitará esas casas. En nombre de la solidaridad, se les impone financiar un sistema que no los beneficiará, sino que engordará al Estado.

Y cuando el Estado se transforma en propietario, aparece el peor de los males: el clientelismo. Las viviendas se reparten por interés político, por militancia, por afinidad. Ya hay experiencias sobradas de lo que ocurre cuando el Estado administra bienes: corrupción, favoritismo, ineficacia y desidia. Se pierde el control, se pierden los recursos, y lo único que se gana es una nueva herramienta de poder político. En lugar de solucionar el problema habitacional, se crea un nuevo foco de desigualdad: el acceso a una vivienda dependerá de la cercanía con el gobierno de turno.

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Pero el problema de fondo es todavía más profundo. Cuando un Estado empieza a cruzar la frontera de la propiedad privada, destruye la confianza. Porque el Estado siempre avanza, y el capital lo sabe. Y sin confianza ni capital no hay inversión, no hay progreso, no hay futuro. Nadie quiere arreglar su casa, construir o comprar si teme que mañana a los burócratas socialistas decidirán ampliar estas “causas” expropiatorias, con el riesgo de perderlo todo. Esos son los efectos que nunca se ven de estas medidas arbitrarias. El rol del Estado debería ser exactamente el contrario: garantizar seguridad jurídica, dar incentivos, facilitar créditos, bajar impuestos y eliminar trabas. No expropiar. Porque expropiar no soluciona las causas del problema, solo castiga a quien produce y desalienta a quien invierte.

El argumento de que “hay muchas casas vacías” no justifica una medida que amenaza la propiedad privada. El Estado es el principal responsable de que esas viviendas estén vacías, muchas veces, por culpa de un sistema que castiga al propietario: impuestos altos, burocracia, riesgo para alquilar, trabas legales. Y a pesar de ser tan claro, el Estado siempre sale libre de culpa, mostrándose ante nuestros ojos como salvador, cuando es precisamente todo lo contrario. Fue el Estado el que genero el problema y ahora es él el que nos dice que tiene la solución a una situación que él mismo generó, y que cuando aplique su magnífica solución, generara otros problemas que antes no existían, sin solucionar el problema inicial. Esto es el Estado: la perpetuación de los problemas sociales, bajo el velo de un discurso de solución engañoso. Y la gente compra. La gente sigue creyendo que expropiar al mejor estilo Chavez es la solución para una sociedad prospera. ¡Que ingenuidad! Miopes ante la historia y la evidencia empírica; cuando lo único cierto es que esa “solución expropiatoria” lo único que conseguirá es dar más y más poder al político socialista y vos serás cada vez menos libre y más esclavo. Merece repetirlo una y mil veces más: ¡miopes!

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En lugar ofrecer soluciones verdaderas y reales, atacando las causas, el Estado elige el camino más corto y más peligroso: arrebatar. Y arrebatar no es gobernar, es imponer.

Expropiar bajo el discurso de la justicia social es, en realidad, un acto de control. Es el Estado diciéndole al ciudadano que su esfuerzo, su trabajo y su propiedad están sujetos a su voluntad. Pero un país que le teme a su propio Estado no puede prosperar. Ninguna sociedad puede crecer cuando el miedo reemplaza a la confianza. Y ningún pueblo puede llamarse libre cuando el derecho a la propiedad depende del humor del poder político.

Expropiar es socialismo radical, disfrazado de función social. No hay nada justo en eso. No hay nada solidario. Solo hay más poder para el Estado, menos libertad para el ciudadano y un nuevo golpe a la confianza que sostiene toda convivencia civilizada. Si de verdad queremos resolver el problema de las viviendas vacías, debemos hacerlo con incentivos correctos, con reglas claras y con respeto. Porque la verdadera justicia social no se impone: se construye.

Y se construye sobre una base firme y sencilla: sin propiedad, no hay libertad.

Ponele la firma. 

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