En la pluma de Celia Ethel Sassi
De ella, en otras oportunidades hemos compartido poemas y cuentos. Nos referimos a Celia Ethel Sassi de Pereira, quien ahora llega a esta página de EL PUEBLO con un puñado de recuerdos, evocaciones de un Salto de otro tiempo, que ha sabido trasladar a palabras.

DELEITE
Se abren al pensamiento viejas ventanas donde penetran los aromas del ayer. Olores que quedaron celosamente guardados en la memoria y con ellos regresan estampas de antaño.
Y es volver al zapatero remendón del barrio con su gastado delantal endurecido de goma laca poniendo media suela a gastados zapatos. El olor a cuero y betún que desprendía la vieja mesita repleta de herramientas y hormas.
El buen carpintero, siempre a la orden de los vecinos en su taller oliendo a nobles maderas. Siempre tenía tiempo para crear algún juguete original para «la gente menuda».
El olor a tinta que se usaba para escribir.
El amanecer de cada día con olor a leña, preparando el horno para hacer pan, y a media mañana tibio y crujiente se repartía a domicilio en jardineras tiradas por caballos de distintas panaderías.
Y las librerías y quioscos del Salto, donde entrar era un placer, respirar su aroma especial, con largas estanterías de libros y útiles al alcance de todos, recordando aquella de la calle Uruguay, la librería Elizaincin con la atención de los señores Adolfo y Martín.
Hoy se acercaron al recuerdo algunas actividades y olores que el tiempo desvaneció.

LA YAPA
La yapa es patrimonio con sabor a niñez. Fue una atención dispensada del comerciante por una compra realizada.
Se veía diariamente en los viejos almacenes en forma de deliciosas golosinas, chocolatines, caramelos y coloridos confites sobre el mostrador en grandes frascos con tapas cromadas. La yapa acompañaba siempre a la compra sin importar su valor.
Y las caras se iluminaban junto a la sonrisa del almacenero que la ofrecía. Imán seguro para correr al mandado. Pero todo pasa y se llevó al viejo almacén con sus balanzas, su papel estraza y la venta al por menor.
Al señor gentil de boina vasca, cigarro en la oreja, siempre apagado, pantalón de casineta y alpargatas Rueda. Misión cumplida de viejo siglo. Hoy en este mundo de duro trajinar seria grata una yapa de consideración.

DÍAS DE ESCUELA
Evocando días muy lejanos de primaria.
Cuando parecía que el tiempo no pasaba y no se entendía por qué la maestra nos decía con insistencia: estudien que el tiempo vale oro. Ella alternaba la mirada entre el reloj y los libros, como queriendo apurar toda su sabiduría.
Deseaba tanto enseñarnos. De soslayo vigilaba el entusiasmo de cada una de las treinta niñas que tenía frente (antes las escuelas no eran mixtas). Se le oía a cada momento esa niña bien sentada, los codos sobre la mesa no, etc.
¡Que linda era mi clase cuando había para aprender! Llevábamos delantal blanco almidonado, zapatos bien lustrados, cabello recogido o largas trenzas.
Cartera de cuero con dos manijas, cuadernos forrados de color azul o verde, todo muy en orden. Amábamos los días de lluvia, la concurrencia de alumnos era menor, se esperaba al día siguiente no faltara nadie para comenzar nuevas lecciones. La maestra preparaba un ambiente más íntimo. Se dirigía a la biblioteca y se iluminaban los rostros.
Sonriente exhalaba un suspiro, regalaba lápices de colores, cuadernos y gomas. Podíamos dibujar a gusto.
La lluvia parecía irreal, aflojaban algo los decimales, con los truenos los verbos se intimidaban y las faltas de ortografía tenían asueto.
La maestra no arrugaba el ceño, nos miraba sonriente caminando por el salón con los brazos cruzados, el compás y la regla dormitaban en el pupitre punto a las tizas y el borrador…
La campanilla para el recreo sonaba y casi casi la olvidábamos. La señorita maestra lucía más linda que nunca. También eran felices los días de fiesta patria. Evocar a nuestros próceres llenaba de emoción, sacar la hermosa bandera al patio era un orgullo, y contar con la asistencia de los padres entre el público era lo máximo.
¡Qué linda era mi escuela! La que nos dio José Pedro Varela!