“El trabajo es la única forma de transformar el mundo y hacerlo un lugar mejor”
Paulo Freire.
Un contrato roto: jóvenes uruguayos frente a la precariedad y el “no futuro”
Durante años, Uruguay alimentó una autoimagen de país estable, previsible y relativamente próspero. En el relato público, la transición hacia la adultez aparecía marcada por una secuencia conocida: estudiar, encontrar trabajo, independizarse, acceder a una vivienda y, en algún momento, formar una familia. Esa hoja de ruta operó como una convención social que daba sentido a la vida en comunidad y proyectaba certeza hacia adelante. Sin embargo, en las últimas dos décadas ese modelo comenzó a resquebrajarse. Hoy, miles de jóvenes atraviesan un escenario donde los hitos tradicionales ya no son alcanzables en los tiempos ni en las condiciones en que lo fueron para generaciones anteriores. La palabra que sintetiza esta experiencia es “precariedad”, y su efecto más profundo es la percepción de que el horizonte se diluye.
La socióloga francesa Monique Selim acuñó el concepto de “no futuro” para describir la sensación de que los proyectos vitales se vuelven inviables porque la estructura económica limita la autonomía. En Uruguay, esta idea parece ganar terreno entre jóvenes que se enfrentan a un mercado laboral incierto, un Estado que ha cambiado su rol y un modelo de desarrollo que no los integra plenamente. El resultado es un quiebre del “contrato generacional”: aquello que antes se daba por hecho, hoy ya no está asegurado.
Un mercado laboral que expulsa antes de acoger
Las cifras de empleo juvenil expresan crudamente la dimensión del problema. Entre los 15 y 24 años, el desempleo ha sido históricamente dos o tres veces mayor que la tasa nacional. Incluso en 2024, un año de recuperación económica posterior a la pandemia, el desempleo juvenil fue de 26,4 %, mientras el promedio nacional rondó el 8 o 9 %. La brecha no es nueva ni coyuntural: tras la crisis de 2001, la desocupación de los jóvenes superó el 34 % y en 2003 llegó al 38 %. La fragilidad, por tanto, es estructural.
Insertarse laboralmente tampoco garantiza estabilidad. Casi la mitad de los jóvenes trabaja mediante contratos temporales o estacionales, especialmente en pequeñas y medianas empresas con escasas protecciones sociales y alta rotación en períodos de baja actividad. La informalidad golpea más fuerte en los extremos: un 71 % de los menores de 18 años y un 28 % de quienes tienen entre 19 y 24 trabaja sin aportes ni contrato, cifras muy por encima del promedio nacional del 25 %.
La primera experiencia laboral suele ser un indicador clave del futuro económico. En Uruguay, casi la mitad de los jóvenes no aportó a la seguridad social en su primer empleo; en los sectores de menores ingresos, ese porcentaje llega al 67 %. En estas condiciones, cualquier enfermedad o caída del consumo puede empujarlos nuevamente al desempleo.
A ello se suma lo que especialistas denominan la “paradoja educativa”: los jóvenes con educación terciaria enfrentan más dificultades para conseguir empleo que los adultos con menor formación. Las empresas prefieren trabajadores con experiencia y consideran costoso capacitar a recién egresados. Así, la meritocracia se vuelve un relato incompleto: tener títulos no garantiza oportunidades.
El origen de la precariedad: un largo ciclo de transformaciones
Para comprender el fenómeno, es necesario mirar más allá de las estadísticas actuales. La precariedad juvenil no surgió de un día para otro: es el resultado acumulado de transformaciones económicas y sociales iniciadas hace más de treinta años.
Tras el retorno a la democracia en 1985 y con la consolidación del Mercosur en los ’90, Uruguay se integró al mercado internacional adoptando políticas de liberalización comercial. La apertura intensificó la competencia externa y aceleró la desindustrialización: el sector manufacturero pasó de representar 27 % del PIB en 1988 a 17 % en 2001. Los trabajos de mayor estabilidad, especialmente aquellos vinculados a la industria, se redujeron o desaparecieron.
Las reformas laborales flexibilizaron la contratación e impulsaron modalidades temporales. Aunque la negociación colectiva alcanzó una cobertura muy elevada a mediados de los 2000, los jóvenes quedaron en los márgenes: por su menor antigüedad y por la creciente informalidad, no acceden a los mismos niveles de protección.
El sistema educativo, por su parte, no logró compensar las desigualdades de origen. Investigaciones de fines de los ’90 ya mostraban que el 78 % de los jóvenes de los quintiles más pobres no completaba la secundaria. Ese patrón persiste: menos de dos de cada diez jóvenes pobres terminan el ciclo, frente a ocho de cada diez de sectores altos. El abandono escolar conduce a empleos de baja calidad y a la reproducción de la precariedad.
La perspectiva de género agrava la situación. Las mujeres jóvenes presentan tasas de desempleo superiores a las de los hombres. La carga de cuidados recae desproporcionadamente sobre ellas y, en muchos hogares monoparentales, deben elegir entre cuidar a sus hijos o mantener un empleo. Sin políticas robustas de corresponsabilidad, la precariedad para ellas es doble.
El politólogo Guy Standing describió la aparición de un “precariado” global: una nueva clase social integrada por quienes viven en empleos inestables, con escasa protección, baja remuneración y sin garantías de continuidad. Uruguay no es la excepción: la precariedad es hoy una condición estructural de una parte significativa de la juventud.
La psicología del “no futuro”: cuando la incertidumbre se vuelve identidad
La precariedad no solo se expresa en la falta de empleo o de ingresos. Tiene efectos profundos en la subjetividad. La sensación de “no futuro” no es un simple estado anímico, sino una respuesta adaptativa a condiciones materiales adversas.
La incertidumbre constante impacta tanto en la salud mental como en la capacidad cognitiva. Estudios internacionales muestran que la inseguridad laboral sostenida erosiona la percepción de control personal, aumenta los niveles de ansiedad y estrés, y reduce la habilidad de planificar a largo plazo. La vida se experimenta como un “presente continuo”: lo urgente desplaza cualquier posibilidad de imaginar proyectos.
En jóvenes precarizados, la exposición repetida a situaciones inestables genera lo que se define como “aprendizaje de impotencia”: la sensación de que, sin importar lo que hagan, su esfuerzo no cambiará la situación. Esto deteriora la autoestima y alimenta la resignación.
Un mecanismo clave es la “doble deprivación”: el trabajo inestable no solo no ofrece ingresos suficientes, sino que tampoco brinda los beneficios latentes del empleo estable: identidad, pertenencia, propósito, estructura temporal, vínculos protectores. Cuando estos elementos faltan, la vida cotidiana pierde sentido.
La precariedad, además, produce una carga fisiológica acumulada —lo que la medicina denomina “carga alostática”— que, con el tiempo, puede generar problemas cardíacos, metabólicos y cognitivos. Incluso jóvenes que parecen “resilientes” cargan en silencio estos efectos, una resiliencia que algunos autores llaman “de piel fina”: funcional en la superficie, pero erosionada por dentro.
A ello se suma un fenómeno cultural: la tendencia a responsabilizarse individualmente por problemas estructurales. En sociedades que exaltan el esfuerzo personal, muchos jóvenes interpretan su situación como un fracaso propio y no como el resultado de un mercado laboral hostil. Esto no solo incrementa la culpa y la vergüenza, sino que también debilita el apoyo a políticas públicas que podrían mejorar sus condiciones.
Afrontar lo que no depende de uno: estrategias posibles
Si bien las causas de este fenómeno son sistémicas, existen estrategias psicológicas que pueden atenuar el impacto individual de la precariedad. No resuelven la raíz del problema, pero ayudan a recuperar agencia.
La Terapia Cognitivo-Conductual (TCC) es una de las intervenciones más reconocidas para desafiar pensamientos negativos automáticos y reducir ansiedad. Programas basados en TCC han demostrado mejorar tanto la salud mental como las posibilidades de reinserción laboral.
También han surgido intervenciones breves de bajo costo —las llamadas “intervenciones de una sola sesión”— que enseñan herramientas rápidas para gestionar la ansiedad, reinterpretar el fracaso y fortalecer la percepción de control. Son especialmente útiles para jóvenes con barreras de acceso a la atención psicológica.
Las intervenciones de “mentalidad de crecimiento” también muestran resultados alentadores: enseñar que las habilidades se desarrollan abre posibilidades, reduce la desesperanza y mejora la capacidad de afrontar obstáculos.
Finalmente, terapias con enfoque existencial ayudan a recuperar la sensación de sentido en la vida, incluso en contextos difíciles. Adoptar un propósito, cultivar vínculos significativos o redefinir el significado de la experiencia pueden ser mecanismos poderosos para combatir la sensación de vacío.
Sin embargo, ninguna estrategia individual sustituye la necesidad de cambios estructurales.
El desafío político: reconstruir un horizonte compartido
Para revertir la sensación de “no futuro”, Uruguay necesita políticas públicas que reduzcan la incertidumbre y reconstruyan el pacto social entre generaciones. Una estrategia integral debería incluir:
- Seguridad económica básica, mediante salarios dignos, fortalecimiento de la protección social, acceso universal a la salud y políticas de vivienda asequible.
- Reforma educativa y reconocimiento de credenciales, que permita a los jóvenes —especialmente los más vulnerables— adquirir habilidades pertinentes y ser reconocidos por ellas.
- Fortalecimiento de la economía social, fomentando cooperativas, emprendimientos de impacto y modelos laborales menos volátiles.
- Políticas de cuidados robustas, que reduzcan la desigualdad de género en el acceso al empleo.
- Participación juvenil en la toma de decisiones, para que quienes viven la precariedad aporten a la creación de soluciones.
Hablar del “no futuro” no es un gesto pesimista, sino un acto de reconocimiento. La sensación que atraviesan miles de jóvenes es lógica ante un mundo que les exige flexibilidad total, adaptación permanente y una competitividad sin red de seguridad. Reconocer la dimensión estructural del problema es el primer paso para dejar de culpabilizar a quienes lo padecen.
Recomponer el contrato generacional
La precariedad no es un fenómeno inevitable ni una característica natural de la juventud moderna. Es el resultado de decisiones políticas, económicas y sociales que transformaron la forma en que se vive el trabajo, el tiempo y la vida adulta. Uruguay, como tantos otros países, enfrenta hoy el desafío de recomponer un contrato roto: el acuerdo tácito que garantizaba que cada generación tendría la posibilidad de vivir mejor que la anterior.
Los jóvenes no piden privilegios, sino certezas mínimas que permitan construir un proyecto de vida: un trabajo digno, una vivienda accesible, oportunidades reales de desarrollo y un Estado que acompañe. Sin ese horizonte, la idea de futuro se vuelve un lujo reservado para pocos.
La pregunta central, entonces, no es por qué los jóvenes sienten que no hay futuro. La pregunta es si Uruguay está dispuesto a construir uno.
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