Cuando dejó el colegio a los doce años para vender neumáticos, no imaginó el futuro que escribiría. Pero en su realidad tenía que ayudar a su familia, pues las monedas que recibía su viejo como albañil no eran suficientes. Además de la venta ambulante, fue ayudante de pastelero, aprendiendo el rigor de la vida desde niño.
El fútbol lo conoció desde siempre, jugando con dos piedras en forma de arco y la imaginación de condimento. Varias veces su papá lo fue a buscar de la oreja a la calle bien entrada la noche.
A los 11 años entró a las inferiores del Amat, el club del transporte público municipal. Ahí se abrió camino hacia la Serie C, en donde fue fichado por el Messina a los 17 años. Lo suyo nunca fue el talento ni el físico portentoso, sino la subvalorada virtud de estar en el lugar correcto. Goles, goles y goles llamaron la atención de la Juventus, y Salvatore llegó a jugar en Primera División recién a los 25 años. En su primera temporada con la Juve, se aburrió de meter goles y fue el último integrante de la nómina de Italia para su mundial de 1990.
En el primer partido fue reserva y entró cuando quedaban 15 minutos, que fueron suficientes para meter el gol del triunfo y la algarabía. En el segundo partido jugó, pero no anotó, y en el tercero volvió a inflar las redes para ganarse la titularidad definitiva. Metió goles en octavos, en cuartos y en semis, pero la Argentina de Diego Maradona detuvo el ascenso por penales e Italia tuvo que conformarse con el tercer lugar, logró que consiguió gracias al gol de su amuleto, que se consagró como goleador del torneo y entró para siempre en el corazón de la hinchada.
El dia de hoy, ese corazón está de duelo, porque ese improbable delantero, Toto Squillaci, se fue a la cancha eterna demasiado pronto, por culpa de un cáncer que no pudo vencer. Ya debe estar jugando las primeras pichangas con los que partieron antes y compartiendo anécdotas con Maradona, recordando ese inigualable mundial en el que un niño que vendía ruedas conquistó la inmortalidad.
