«Los vicios no son crímenes, y la simple indulgencia en un vicio no justifica castigo alguno por parte del gobierno.»
Lysander Spooner
El gobierno uruguayo anunció recientemente la derogación de dos decretos que habían flexibilizado regulaciones sobre cigarrillos y dispositivos de vapeo. Entre las nuevas medidas está la prohibición de importar y vender productos electrónicos de tabaco calentado, así como la restauración del empaquetado neutro obligatorio para cigarrillos.
A primera vista —lo que se ve, como decía Frédéric Bastiat— estas decisiones parecen proteger la salud pública, reducir el consumo y limitar la influencia del “lobby tabacalero”. Pero lo que no se ve, lo que no se menciona en la conferencia de prensa ni en los titulares, son las consecuencias invisibles, con impacto económico, social y personal de esta intervención estatal sobre la libertad individual.
- Prohibir no es proteger, es castigar al que elige distinto
La prohibición de importar vapeadores y dispositivos de tabaco calentado implica, en los hechos, restringir el acceso de los ciudadanos a alternativas menos nocivas que el cigarro convencional. Abundan estudios científicos que demuestran que estos dispositivos —aunque no inocuos— representan un riesgo sustancialmente menor para la salud en comparación con el tabaco combustible. Prohibirlos no elimina el hábito; solo obliga a las personas a volver a opciones más dañinas.
Instituciones como Public Health England han estimado que el vapeo es aproximadamente un 95% menos dañino que fumar. Además, estudios clínicos en Reino Unido han demostrado que, combinados con apoyo psicológico, los cigarrillos electrónicos son más eficaces para dejar de fumar que las terapias tradicionales de reemplazo de nicotina.
Aquí el Estado, en su afán de «cuidarte», comete una brutal incoherencia sanitaria: impide el acceso a una innovación menos perjudicial, que podría reducir los daños del consumo de nicotina. ¿Y qué ocurre? Que quienes no puedan dejar el hábito (porque no lo desean o no pueden) pagarán más, conseguirán vapeadores en el mercado negro o, peor aún, volverán al cigarrillo tradicional. ¿Es eso una política sanitaria racional?
- Consecuencias reales de la prohibición: lo que no se ve
El problema es que estas medidas no eliminan el consumo, solo lo hacen más difícil, más caro y más riesgoso. Los consumidores —que no van a dejar de fumar solo porque lo diga un decreto— deberán recurrir al contrabando, al mercado negro o volver al cigarro tradicional. Se encarece el producto, se pierde control de calidad, se debilita la trazabilidad y se castiga al que, en un intento por cuidarse, había optado por una opción menos perjudicial.
A esto se suman efectos económicos directos: pérdida de empleos y emprendimientos ligados a estos productos, disminución de ingresos fiscales, aumento de la informalidad. Lo que se presenta como una medida de salud pública tiene en realidad un impacto profundo en la economía de a pie y en la libertad de elección del ciudadano.
Como decía Bastiat, lo que no se ve es el aumento de los precios para los consumidores, producto de la escasez artificial que genera la prohibición de importación. Lo que no se ve es la aparición inevitable de mercados paralelos —ilegales o grises— donde no hay controles de calidad, ni garantías, ni impuestos. Lo que no se ve es que muchas personas que estaban reduciendo o moderando su consumo, ahora perderán esa herramienta. Lo que no se ve es la pérdida de ingresos, empleos y emprendimientos relacionados a estos productos legales hasta ayer, como kioscos, distribuidores o tiendas especializadas.
En fin, prohibir un bien legal con demanda sostenida no elimina la demanda. Solo desplaza su satisfacción hacia canales más costosos, menos seguros, y muchas veces criminalizados. Como ha ocurrido tantas veces en la historia con el alcohol, las drogas y otros productos: la prohibición fracasa, pero deja un rastro de consecuencias negativas no previstas por los planificadores.
- El resultado de la intervención
¿Más caro, menos seguro, más dañino?
El vapeador es, para muchos fumadores, una solución de transición. No todos dejarán la nicotina de golpe. Pero sí pueden reducir el daño. Al prohibirlo, el Estado no solo actúa de manera autoritaria; además, impone un castigo económico y sanitario a quienes intentan cuidarse sin dejar de fumar de inmediato.
En nombre del bien común, se penaliza al individuo responsable.
- Contradicciones del paternalismo estatal
Y aquí aparece la contradicción moral más profunda: el mismo Estado que defiende el aborto bajo el argumento de que “el cuerpo es tuyo”, es el que te impide elegir cómo consumir nicotina. El mismo gobierno que impulsa campañas de autonomía corporal para unos, prohíbe el uso de un dispositivo de consumo para otros.
¿Tu cuerpo, tu decisión?
Parece que para fumar o vapear ya no. Ahí el Estado se mete con tu cuerpo, tu decisión, bajo la ingenua excusa de protegerte. Y la pregunta es obvia: ¿Por qué no protege al bebe por nacer? ¿Acaso un vapeador puede ser más importante que el derecho a vivir de un ser humano? Inundados de este relativismo moral, al parecer, la protección de tu cuerpo es una cuestión ideológica. Esta doble moral es típica del Estado paternalista, que mezcla salud con ideología, y termina tratando al ciudadano como un menor de edad incapaz de decidir por sí mismo.
Vivimos en una manipulación total cuando el Estado te permite abortar pero te prohíbe fumar o vapear. Es el Estado niñera, en su versión más cruel, absurda y contradictoria.
- El rol del Estado no es protegerte de ti mismo
Como decía Lysander Spooner: los vicios no son delitos. Fumar, beber, comer mal o no hacer ejercicio no son crímenes. Son elecciones individuales, con sus riesgos y consecuencias, pero no le hacen daño directo a terceros. Por tanto, no justifican la intervención estatal coercitiva. Educar, informar, acompañar: sí. Prohibir, censurar, criminalizar: no.
La libertad incluye el derecho a equivocarse, a tomar riesgos, a elegir entre opciones imperfectas. El rol del Estado no es tutelar nuestra conciencia ni diseñar nuestras costumbres, sino garantizar que nuestras decisiones sean libres, informadas y pacíficas. Cuando prohíbe el vapeador, no protege la salud: impide el acceso a una alternativa menos perjudicial. Y al hacerlo, impone un costo humano, económico y social que nadie menciona.
El liberalismo no promueve el vicio; promueve la libertad. Y la libertad implica asumir riesgos y responsabilidades. No tratamos a las personas como infradotadas. El rol del Estado es garantizar que esas decisiones se tomen en paz y con información clara, no imponer un único modelo de vida saludable por decreto.
La política pública debe ser juzgada no por sus intenciones, sino por sus efectos. Y los efectos de estas medidas —aunque no se vean inmediatamente— son un retroceso en la autonomía, en la eficiencia y en la responsabilidad personal. De nuevo, como decía Bastiat: el mal economista se queda en lo que se ve. El buen analista mira también lo que no se ve.
- Conclusión
Prohibir el vapeo es un acto de poder, no de salud.
No cuida: castiga.
No educa: impone.
No protege: controla.
Y al final, lo que se pierde no es un dispositivo electrónico.
Lo que se pierde es algo mucho más valioso: la libertad de decidir sobre nuestro propio cuerpo.
Las consecuencias de estas políticas —aunque no se vean inmediatamente— son más dañosas que el supuesto mal que quieren evitar. El gobierno no puede seguir legislando como si los ciudadanos fueran niños desobedientes. Somos adultos, y queremos ser tratados como tales.
«El precio de la libertad es la eterna vigilancia.»
Thomas Jefferson