ROBERT Louis Stevenson ha permanecido discretamente oculto bajo el brillo de dos libros breves y asombrosos: La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Pero fue autor de muchos títulos, y un magnífico ensayista. Como su vida fue romántica y murió en pleno auge del realismo la obra quedó algo apartada en el camino de otros logros. Sin embargo, ahora que la novela ha disuelto todos los rigores y concentrado todos los permisos, es posible leer sus reflexiones sobre el arte de escribir con un interés nuevo.Dijo Borges que la circunstancia de haber escrito libros para niños acaso disminuyó su fama. Pero la conoció en vida a un grado irritante para varios críticos de su tiempo. La isla del tesoro fue la primera novela de Stevenson. Se publicó por entregas semanales en la revista Young Folks, entre octubre de 1881 y enero de 1882, sin mayor repercusión. Cuando al año siguiente se recogió en libro el éxito fue arrollador. Lo repitió tres años después con la publicación de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde: en seis meses vendió cuarenta mil ejemplares en Inglaterra y diez años después llevaba vendidos 250 mil ejemplares en Estados Unidos. Había comenzado a publicar en 1876 (Un viaje al continente), y en dieciocho años dio a conocer cuentos, novelas, crónicas, obras de teatro, libros de poesía y ensayos: a la hora de su muerte dejó siete novelas inconclusas. Junto a la correspondencia, sus obras completas ocupan en la Edinburgh Edition veintiocho volúmenes.
Stevenson fue admirado y discutido en Inglaterra, a la manera en que lo es Cortázar en el Río de la Plata. Su novedad, su valor, su influencia, motivaron discusiones después de su muerte. Fue amigo de los novelistas Henry James y J. M. Barrie, del dramaturgo William Archer, del poeta Edmund Goose. Si bien G. K. Chesterton no lo conoció, le dedicó un libro destinado a defenderlo de las críticas más descaminadas, ponderar su genio y anotar sus limitaciones . Si es cierto que su destino imantó la obra, la obra no imantó su destino. Su vocación fue la aventura de la imaginación y la del viaje, y se mantuvo ajeno a sus detractores porque como señaló London Dodd, para un artista de su clase «el resultado externo es siempre como espuma que se escapa: sus ojos están vueltos hacia adentro».
El caballero en la niebla
La imagen de Stevenson es la de un hombre delgado, larga cara aceitunada de ojos separados y para escándalo de los puritanos, larga melena lacia. En la juventud adoptó un casquete bordado, a la moda de los estudiantes de París, lo que le dio fama de extravagante. Lo tildaban de vanidoso y niño mimado, y las tres acusaciones merecen aclaración. Había nacido en una familia de constructores de faros el 13 de noviembre de 1850, en Edimburgo, con tan mala salud como la madre. El amparo a la condición de hijo único y enfermizo lo protegió del rigor calvinista del abuelo paterno y le dio a su infancia la forma de un consuelo con historias, lecturas y teatrillos de cartón, muy populares en Escocia, en los que luego habrían de rastrearse algunas claves de su estilo literario.
La magra salud le impidió ir a la escuela, de modo que recibió educación privada en la casa y los cuidados de una niñera muy amada y muy afecta a los cuentos truculentos. Por tradición familiar, el padre lo impulsó a estudiar ingeniería náutica y le cambió el segundo nombre, Lewis, por el francés Louis, para evitar que lo asociaran con un político radical que llevaba el mismo nombre. Pero Robert se cambió a la carrera de Derecho y una vez recibido guardó el título bajo el imperio de dos declaraciones: la tuberculosis y la voluntad de dedicarse a la literatura. Esto último fue motivo de amargas discusiones con su padre, en las que habría que sumar un período de vida disipada que lo reunió con delincuentes y lo sumergió en la contracara del puritanismo: la demencial embriaguez que campeaba entre los hombres de Escocia. El abuso del alcohol lo acompañó a lo largo de su breve vida pero logró moldearse en la nobleza de carácter de un caballero, que cultivó de modo ejemplar.
Una contradicción no es una paradoja hasta el momento en que un hombre se abraza a uno de sus extremos, y la de Stevenson fue ser fiel a su espíritu aventurero con un cuerpo enfermo. Recorrió en burro las montañas de Cevennes en el centro de Francia, realizó travesías en canoa con un baronet por los canales franceses, viajó por muchos paisajes de Escocia y se enamoró en París de una norteamericana casada y con tres hijos.
Fanny Osbourne había tenido una mala vida matrimonial y estaba separada. Uno de sus pequeños hijos murió en París y ella regresó a California. Pero Stevenson decidió ir a buscarla, contra el consejo de sus amigos y la voluntad del padre, que le negó el dinero para hacer el viaje. Lo juntó a lo largo de tres años, se embarcó a Estados Unidos y atravesó el continente de Este a Oeste subido a los trenes de carga como un vagabundo. Llegó en un estado tan deplorable que debió hospitalizarse, pero consiguió casarse con Fanny en San Francisco, y poco después regresó al hogar paterno, donde su nueva familia fue bien recibida.
El propio Stevenson escribió La isla del tesoro para entretener al niño Samuel Osbourne durante unos días de lluvia, según contó en «Mi primer libro: La isla del tesoro». Hasta entonces había publicado crónicas de viaje, los cuentos de las Nuevas noches árabes y El club de los suicidas, pero no conseguía dar forma a una novela. La terminó en Suiza, mientras curaba su mala salud en las montañas de Davos. Luego vivió un tiempo en un balneario del sur de Inglaterra, se trasladó a New York y al cabo de una estadía en San Francisco, en 1888 contrató una goleta para viajar con su familia, incluida la madre (el padre había muerto), a las islas Marquesas. Fascinado con las culturas primitivas de la Polinesia, prolongó el viaje hasta la isla de Samoa, donde decidieron quedarse a vivir. Los aborígenes lo llamaron Tusitala, «el narrador de cuentos», lo ampararon y quisieron durante siete años. En la mañana del 3 de diciembre de 1894 lo mató un derrame cerebral mientras preparaba una ensalada. Tenía 44 años.
Fue enterrado en el monte Vaea donde yace bajo un epitafio escrito por él mismo: «De vuelta del mar está el marinero,/ de vuelta del bosque está el cazador». Meses antes había escrito en una carta: «Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos».
La vida es monstruosa
Por más tumbos que haya dado la cabeza de Stevenson, se los ahorró al lector. Sus textos tienen la dirección de una flecha. No solo sus cuentos y novelas, también sus ensayos. Desde las historias románticas de Walter Scott la novela inglesa había conocido un notable desarrollo hacia el realismo de William Thackeray (Feria de vanidades, Barry Lyndon) y la novela social de Charles Dickens (Oliver Twist, David Copperfield) ¿Por qué Stevenson no lo continuaba?
Dijo Chesterton que huyó del nihilismo que se extendía por la inteligencia de Europa. «Pocos han caído en la cuenta de que la más sombría especie de materialismo moderno cayó a menudo sobre una clase que acababa de escapar a una igualmente sombría especie de espiritualidad. Apenas acababan de salir de la sombra de Calvino cuando entraron en la sombra de Schopenhauer… Puritanismo y pesimismo, en resumen, eran cárceles que se hallaban muy próximas; y nadie ha contado nunca cuántos fueron los que dejaron una sólo para entrar en la otra; o bajo qué galería cubierta pasaron. La aventura de Stevenson fue una fuga, una especie de romántica escapada para evitar a las dos. Y así como un fugitivo muchas veces ha corrido a encontrarse en la casa de su madre, así este escapado buscó refugio en su antiguo hogar; se fortificó en el cuarto de los niños y casi trató de introducirse en la casa de muñecas.
Y lo hizo por una especie de instinto de que allí habían existido goces concretos que un puritano no podía prohibir ni un pesimista negar. Pero fue una historia extraña.
ROBERT Louis Stevenson ha permanecido discretamente oculto bajo el brillo de dos libros breves y asombrosos: La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Pero fue autor de muchos títulos, y un magnífico ensayista. Como su vida fue romántica y murió en pleno auge del realismo la obra quedó algo apartada en el camino de otros logros. Sin embargo, ahora que la novela ha disuelto todos los rigores y concentrado todos los permisos, es posible leer sus reflexiones sobre el arte de escribir con un interés nuevo.Dijo Borges que la circunstancia de haber escrito libros para niños acaso disminuyó su fama. Pero la conoció en vida a ungrado irritante para varios críticos de su tiempo. La isla del tesoro fue la primera novela de Stevenson. Se publicó por entregas semanales en la revista Young Folks, entre octubre de 1881 y enero de 1882, sin mayor repercusión. Cuando al año siguiente se recogió en libro el éxito fue arrollador. Lo repitió tres años después con la publicación de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde: en seis meses vendió cuarenta mil ejemplares en Inglaterra y diez años después llevaba vendidos 250 mil ejemplares en Estados Unidos. Había comenzado a publicar en 1876 (Un viaje al continente), y en dieciocho años dio a conocer cuentos, novelas, crónicas, obras de teatro, libros de poesía y ensayos: a la hora de su muerte dejó siete novelas inconclusas. Junto a la correspondencia, sus obras completas ocupan en la Edinburgh Edition veintiocho volúmenes.
Stevenson fue admirado y discutido en Inglaterra, a la manera en que lo es Cortázar en el Río de la Plata. Su novedad, su valor, su influencia, motivaron discusiones después de su muerte. Fue amigo de los novelistas Henry James y J. M. Barrie, del dramaturgo William Archer, del poeta Edmund Goose. Si bien G. K. Chesterton no lo conoció, le dedicó un libro destinado a defenderlo de las críticas más descaminadas, ponderar su genio y anotar sus limitaciones . Si es cierto que su destino imantó la obra, la obra no imantó su destino. Su vocación fue la aventura de la imaginación y la del viaje, y se mantuvo ajeno a sus detractores porque como señaló London Dodd, para un artista de su clase «el resultado externo es siempre como espuma que se escapa: sus ojos están vueltos hacia adentro».
El caballero en la niebla
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La imagen de Stevenson es la de un hombre delgado, larga cara aceitunada de ojos separados y para escándalo de los puritanos, larga melena lacia. En la juventud adoptó un casquete bordado, a la moda de los estudiantes de París, lo que le dio fama de extravagante. Lo tildaban de vanidoso y niño mimado, y las tres acusaciones merecen aclaración. Había nacido en una familia de constructores de faros el 13 de noviembre de 1850, en Edimburgo, con tan mala salud como la madre. El amparo a la condición de hijo único y enfermizo lo protegió del rigor calvinista del abuelo paterno y le dio a su infancia la forma de un consuelo con historias, lecturas y teatrillos de cartón, muy populares en Escocia, en los que luego habrían de rastrearse algunas claves de su estilo literario.
La magra salud le impidió ir a la escuela, de modo que recibió educación privada en la casa y los cuidados de una niñera muy amada y muy afecta a los cuentos truculentos. Por tradición familiar, el padre lo impulsó a estudiar ingeniería náutica y le cambió el segundo nombre, Lewis, por el francés Louis, para evitar que lo asociaran con un político radical que llevaba el mismo nombre. Pero Robert se cambió a la carrera de Derecho y una vez recibido guardó el título bajo el imperio de dos declaraciones: la tuberculosis y la voluntad de dedicarse a la literatura. Esto último fue motivo de amargas discusiones con su padre, en las que habría que sumar un período de vida disipada que lo reunió con delincuentes y lo sumergió en la contracara del puritanismo: la demencial embriaguez que campeaba entre los hombres de Escocia. El abuso del alcohol lo acompañó a lo largo de su breve vida pero logró moldearse en la nobleza de carácter de un caballero, que cultivó de modo ejemplar.
Una contradicción no es una paradoja hasta el momento en que un hombre se abraza a uno de sus extremos, y la de Stevenson fue ser fiel a su espíritu aventurero con un cuerpo enfermo. Recorrió en burro las montañas de Cevennes en el centro de Francia, realizó travesías en canoa con un baronet por los canales franceses, viajó por muchos paisajes de Escocia y se enamoró en París de una norteamericana casada y con tres hijos.
Fanny Osbourne había tenido una mala vida matrimonial y estaba separada. Uno de sus pequeños hijos murió en París y ella regresó a California. Pero Stevenson decidió ir a buscarla, contra el consejo de sus amigos y la voluntad del padre, que le negó el dinero para hacer el viaje. Lo juntó a lo largo de tres años, se embarcó a Estados Unidos y atravesó el continente de Este a Oeste subido a los trenes de carga como un vagabundo. Llegó en un estado tan deplorable que debió hospitalizarse, pero consiguió casarse con Fanny en San Francisco, y poco después regresó al hogar paterno, donde su nueva familia fue bien recibida.
El propio Stevenson escribió La isla del tesoro para entretener al niño Samuel Osbourne durante unos días de lluvia, según contó en «Mi primer libro: La isla del tesoro». Hasta entonces había publicado crónicas de viaje, los cuentos de las Nuevas noches árabes y El club de los suicidas, pero no conseguía dar forma a una novela. La terminó en Suiza, mientras curaba su mala salud en las montañas de Davos. Luego vivió un tiempo en un balneario del sur de Inglaterra, se trasladó a New York y al cabo de una estadía en San Francisco, en 1888 contrató una goleta para viajar con su familia, incluida la madre (el padre había muerto), a las islas Marquesas. Fascinado con las culturas primitivas de la Polinesia, prolongó el viaje hasta la isla de Samoa, donde decidieron quedarse a vivir. Los aborígenes lo llamaron Tusitala, «el narrador de cuentos», lo ampararon y quisieron durante siete años. En la mañana del 3 de diciembre de 1894 lo mató un derrame cerebral mientras preparaba una ensalada. Tenía 44 años.
Fue enterrado en el monte Vaea donde yace bajo un epitafio escrito por él mismo: «De vuelta del mar está el marinero,/ de vuelta del bosque está el cazador». Meses antes había escrito en una carta: «Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos».
La vida es monstruosa
Por más tumbos que haya dado la cabeza de Stevenson, se los ahorró al lector. Sus textos tienen la dirección de una flecha. No solo sus cuentos y novelas, también sus ensayos. Desde las historias románticas de Walter Scott la novela inglesa había conocido un notable desarrollo hacia el realismo de William Thackeray (Feria de vanidades, Barry Lyndon) y la novela social de Charles Dickens (Oliver Twist, David Copperfield) ¿Por qué Stevenson no lo continuaba?
Dijo Chesterton que huyó del nihilismo que se extendía por la inteligencia de Europa. «Pocos han caído en la cuenta de que la más sombría especie de materialismo moderno cayó a menudo sobre una clase que acababa de escapar a una igualmente sombría especie de espiritualidad. Apenas acababan de salir de la sombra de Calvino cuando entraron en la sombra de Schopenhauer… Puritanismo y pesimismo, en resumen, eran cárceles que se hallaban muy próximas; y nadie ha contado nunca cuántos fueron los que dejaron una sólo para entrar en la otra; o bajo qué galería cubierta pasaron. La aventura de Stevenson fue una fuga, una especie de romántica escapada para evitar a las dos. Y así como un fugitivo muchas veces ha corrido a encontrarse en la casa de su madre, así este escapado buscó refugio en su antiguo hogar; se fortificó en el cuarto de los niños y casi trató de introducirse en la casa de muñecas.
Y lo hizo por una especie de instinto de que allí habían existido goces concretos que un puritano no podía prohibir ni un pesimista negar. Pero fue una historia extraña.